Literatura

Orquesta Son Callejero

Diego Niño

11/05/2015 - 06:00

 

La Orquesta Son Callejero / Foto: Gabriel Aponte

—El maestro Peñalosa el primer día de clase nos puso en fila. Le preguntó al primero: “¿Estás loco?”. “No señor”, dijo mi compañero. “Entonces no sirves para esta vaina”, le dijo antes de sacarlo definitivamente de la clase. Mira Diego, la música es para locos. Por eso estamos acá; por eso llegamos a donde hemos llegado —decía Roberto mientras nos dirigíamos a la tarima.

El acento se le arrebató cuando habló de su niñez, como si en él pudiera rescatar las raíces que se enredaron en los años que quedaron atrás.

—¿Eres cienaguero? —indagué.

—¿Cómo supiste?

—Me ex esposa es de Tasajera.

—Esas mujeres son bravas…

—Bravas y hermosas

—Edgar, apúrate que tenemos que calentar, —dijo sin escucharme

—Sólo me contrataron para interpretar “Yo soy el cantante”, —respondió sin apresurar el paso.

Roberto guardó un silencio reflexivo.

—Diego, hablamos en un rato —dijo mientras entraba a una carpa que estaba al lado del andamiaje.

—Tomémonos una foto —sugerí a Edgar después que regresó de su travesía de abrazos y bromas.

—Nos puedes hacer el favor, —le dije a una muchacha.

Ella tomó la foto y, luego, me entregó la cámara sin dejar de contemplar a Edgar con curiosidad.

—¿Quieres ayudarle a los muchachos comprándole un álbum? —preguntó él.

—Por supuesto.

—Espera.

Se fue hacia un muchacho de expresión huraña.

Después me llamó.

—Dale veinte mil.

Se los di y el muchacho me agradeció con un susurro. Me pareció demasiado tímido para su complexión física.

—Me regalas un autógrafo —le pedí a Edgar.

—Hombre, para mí sería un honor.

Trazó lentamente las letras, como si midiera la excentricidad de cada curva.

—Este cariño no es una fórmula de cortesía. Es cariño de verdad. Yo no soy de los que dicen palabras bonitas mientras clavan el puñal. No señor, no soy de esos —monologó sin dejar de contemplar el cd.

En ese momento la Orquesta Son Callejero se alistaba en el escenario.

Al final del concierto, los asistentes se desbandaron para tomarse fotografías con los integrantes de la orquesta. Halcón llenaba el parque con su voz, Roberto hablaba con Juanita en una esquina y Antonio Ortiz se escabullía entre las personas.

—Oye Edgar, ¡tú estás hecho!, —dije cuando cruzó a mi lado abrazado de dos mujeres atractivas.

—Ven, Diego, te presento unas amigas.

Las dos estuvieron a mi lado durante el concierto. La muchacha de la derecha lloró cuando Edgar interpretó El Cantante. La otra buscaba aferrarse a la realidad para no desbarrancarse en el vértigo de la música.

—¿Cuál es el plan?, —le preguntó Edgar a la mujer que aún no se reponía del aturdimiento.

—Debemos irnos, —cortó la otra.

—Las acompañamos. Yo no tengo nada pendiente. Y vos Diego, ¿tienes algo que hacer?

Sonreí sin responder.

—Lo siento, pero no podemos llevarlos —dijo preocupada.

Edgar carcajeo.

—Tan vieja y aún le tienes miedo a los hombres. Enamorarte es lo peor que te podría pasar.

—En lugar de decir bobadas, mejor prométame que… —dijo la muchacha, pero su voz se perdió en la algarabía de El Halcón.

Al rato todos se fueron. Quedó un rastro de basura que un hombre empezó a recoger.

—Edgar, hazte a un lado. Yo le hago la parada al taxi —sugerí después de ver a los taxistas seguir de largo sin siquiera mirarle la cara.

Si Edgar Espinosa hubiera envenado a millones de muchachos con la droga, los canales privados le harían una novela en la que aparecería como un héroe. Si hubiese forjado su capital a fuerza de desfalcar hospitales, quebrar colegios y robar ancianatos, le dirían Doctor (con mayúsculas) y votarían en las próximas elecciones. Pero Edgar Espinosa tuvo la mala suerte de pertenecer a la legión de los vencidos. Más aún, tuvo la desgracia de ser habitante de la calle.

Llamé un taxi que paró dos metros adelante.

—Voy para la diecinueve con caracas —dije al conductor por la ventana del copiloto.

—Hágale, mijo.

En ese momento, Edgar abrió la puerta y empezó a subir paquetes. El conductor me miró asustado.

—Tranquilo, viene conmigo.

Edgar entró al taxi y le dio al conductor un billete de veinte mil.

—Después me das las vueltas.

—Muchísimas gracias. No imagina lo difícil que fue detener un taxi —afirmé.

—No creas que toda la vida fui así —añadió Edgar.

—Acá donde lo ve, el tocó en El Combo de las Estrellas y el Grupo Niche —le comenté al conductor.

—¿A vos te gusta la salsa?

—Claro —respondió el taxista con algo de recelo.

—Entonces imagino que has escuchado

Que sepan en Puerto Rico, que es la tierra del gibarito,
A Nueva York hoy mi canto, perdonen que no les dedico,

—¡Obvio!

—Mi hermano Fabio y yo hicimos parte de la música de esa canción. Eso fue en el ochenta y uno. Después nos peleamos con Jairo Varela y creamos Orquesta Internacional Los Niches. Con ese pegamos varios temas en las emisoras. Quizás hayas escuchado:

si supieras que cuando te miro
me sonrojo por ti.

Edgar no paró de hablar ni de cantar durante el viaje.

Al final, llegamos a El Parque de los Mártires.

—Me puedes dejar acá o si quieres me dejas en la otra esquina —dijo Edgar.

—No se preocupe, yo lo dejo donde diga —respondió el taxista.

En la calle había un desfile de hombres, mujeres y niños deambulando entre el humo que expelían decenas de fogatas.

—Diego, no te bajes que te pelan —dijo cuando llegamos a la esquina sur occidental del parque.

—Me haces el favor y lo dejas en la otra esquina —le pidió al taxista.

—No hay problema.

Dio media vuelta y entró a la boca del infierno, escoltado por un grupo de habitantes de la calle. A partir de este momento fue invisible para la humanidad que pasará de largo declarando que está en ese cerco de basura porque está pagando un pecado. Sin embargo, ellos no sospechan que somos nosotros quienes estamos condenados a un abismo de silencio, por permitir que la música muera de hambre en las calles.

 

Diego Niño

@diego_ninho

Sobre el autor

Diego Niño

Diego Niño

Palabras que piden orillas

Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.

@diego_ninho

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