Literatura

Rey de copas

Diego Niño

18/04/2016 - 05:30

 

Copa Jules Rimet / Foto: PasionFutbol.com

No fue difícil para El Bigote y El Barba desarmar a los vigilantes y amordazarlos. Como tampoco lo fue abrir la urna ni llevar la Copa Jules Rimet a la casa de Pereira. El problema vino después, cuando los medios se lanzaron contra los ladrones. Hasta Pelé pidió por televisión que devolvieran la Copa. La voz se quebró dos veces, causando una impresión mayor en los televidentes. Se organizaron grupos de espontáneos que se tomaron la atribución de hacer justicia por su propia mano.

Días después llegó un mensajero de Hernández a la casa de Antonio Setta. Allí estaban El Barba, El bigote y Pereira. Le entregaron al hombre la copa envuelta en papel periódico y él les dio un sobre con dinero.

—Sí ven que Hernández es derecho —dijo Setta.

Bebieron con prostitutas hasta que Antonio le pegó a una de ellas. Hubo escándalo, botellas rotas, mujeres que juraron vengarse. Después, cada uno se fue para su casa. Al siguiente día la policía despertó a Setta. Lo golpearon y lo llevaron arrastrando hasta la comisaría. Allí lo interrogó Murilo Miguel.

Antonio Setta sabía que no debía traicionar a su amigo. Sólo debía encaminar su confesión de tal manera que la policía se fuera por el laberinto burocrático hasta perderse. Pero los métodos se endurecieron al punto que confesó que semanas atrás Pereira le preguntó por la seguridad de la urna en la que estaba la Copa. Sin embargo, no aceptó él que fuera cómplice del robo: aseguró que no lo hizo porque su hermano murió de un infarto en el minuto veintiuno del segundo tiempo de la final del Mundial del 70, cuando Gerson metió el segundo gol de la Selección de Brasil.

—¿Cree que después de ver morir a mi hermano quise volver a saber de fútbol? —dijo—. Si quiere, pidan el acta de defunción para que se den cuenta que no miento.

Murilo lo escuchaba mientras observaba por la ventana al grupo de personas que sostenían letreros con insultos. No le creía a Setta. Debía estar involucrado de alguna manera. Pero no tenía tiempo para hacer su trabajo. Debía encontrar culpables, sin importar que no estuvieran involucrados en el robo. Sólo le quedaba buscar a Pereira y concluir con el caso antes de que lo lincharan en la calle.

Al siguiente día encontraron a Pereira. Después de interrogatorios en los que se usaron todas las técnicas, confesó que había robado la estatuilla junto con José Luis Vieira, alias El Bigote y Francisco Rocha, alias El Barba, dos hombres que parecían gemelos. Cuando le preguntaron por el paradero de la Copa, dijo que se la había entregado a un joyero argentino llamado Juan Carlos Hernández, quien pensaba fundirla en lingotes.

No fue difícil encontrar a Hernández. no confesó que había robado la Copa a pesar de que fue golpeado durante el arresto y torturado en la comisaría. Lo único que sabía del robo era lo que había escuchado en los noticieros.

—Ni siquiera tengo la capacidad técnica para fundirla —decía ente lágrimas.

Miguel sabía que él tenía razón: los técnicos aseguraron, en efecto, que el taller no tenía la capacidad para fundir más de doscientos gramos de oro. Lo cual descartaba que los mil ochocientos gramos de la Copa se hayan fundido en su taller. No solo eso: no se encontró lingotes en su casa ni se supo que Hernández hubiera tranzado negocios en las últimas semanas.

Sin embargo, Joao Da Silva, el presidente de la Federación, estaba moviendo sus influencias para que despidieran a Murilo por incompetente. Era tal su poder, que el presidente de la república empezaba a presionar al Fiscal General para que lo sacaran a patadas.

Murilo, antes que su cabeza rodara, le comunicó a los medios que la Copa había sido robada por Pereira, Vieira y Rocha, y que había sido fundida por Hernández. La noticia calmó los ánimos. La FIFA, al saber que no se podría recuperar la Jules Rimet, ordenó construir una réplica para que fuera expuesta en el mismo lugar donde había estado la anterior.

Una vez Miguel Murilo se deshizo de la presión, continuó investigando el robo hasta 1985, año en el que murió en un accidente de tránsito. Después la investigación fue asumida por varios fiscales, sin que ninguno pudiera dar con un resultado satisfactorio.

El casó se prolongó hasta 1988, cuando el juez falló en ausencia de los implicados. El primero que pereció fue El Bigote, quien murió baleado en un bar de Río de Janeiro. En 1994 fue detenido Pereira y El Barba en 1995. Cada uno purgó una pena de nueve años. Hernández escapó a Francia, donde estuvo siete años en la cárcel por tráfico de droga. Después se fue vivir a Pasos de los Libres, un pueblo en la frontera con Brasil.

En agosto del 2003 murió Pereira en la misma pobreza en la que viven Hernández y Francisco Rocha. Antonio Setta, contrario a ellos, tiene una vida de rico que, por próspera que sea, nunca se comparará con la de Joao Da Silva, su compañero de colegio, quien tiene varias casas desperdigadas por Brasil. Quizás la que más quiere es una casa de campo en Santa Catarina. Tiene armazón en madera rolliza y muebles rústicos. Lo único que llama la atención es una chimenea sobre la que descansa la Copa Jules Rimet al lado de una foto en la que Joao sonríe al lado de un pelé que pulsa las cuerdas de una guitarra.

 

Diego Niño

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Sobre el autor

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Palabras que piden orillas

Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.

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