Literatura

De las estancias del Jaguar al camino de la novela

Annabell Manjarrés Freyle

21/02/2017 - 05:15

 

El escritor Clinton Ramírez / Foto: Annabell Manjarrés Freyle

 

Clinton es autor de una obra narrativa que, sin alardes, se ha abierto espacios. Es un escritor, sin embargo, de pocos lectores. Le va mejor entre críticos y amigos de oficio. Encuentra este hecho bastante natural. Su felicidad es escribir y este premio pareciera suficiente. Vivir in fábula es su estado natural, además de un signo de identidad.

Son los espacios —los aposentos, las calles, las terrazas o las fachadas de las casas y edificios— los que dictan las historias que Clinton Ramírez narra en sus novelas y sus cuentos. Inmersos en estos universos, muy conocidos, vividos y estudiados, sus personajes nacen, crecen, aman y mueren en ellos. Solo así cree posible este escritor cienaguero, la escritura de una novela: una novela  responsable con el lector, con la historia y con sus propias ambiciones intelectuales.

La novela es para Ramírez un género literario que demanda un ejercicio de minuciosa observación, investigación y compromiso con la realidad. Sin embargo, en su adolescencia, Clinton deseó ser poeta. El primer intento con la poesía data de 1974, cuando participaba en el Centro Literario del profesor Polo Atencio, en el colegio San Juan del Córdoba, en Ciénaga, su tierra natal. Después de emplear dos días en la escritura de un poema titulado “Naturaleza”, lo leyó con emoción ante los compañeros de clase. Esperaba que el poema, escrito en endecasílabos e inspirado en la flora de la finca de Guacamayal en la que creció —La Paulina—, impresionara a su público. La expresión en los rostros de sus compañeros le indicó que había fracasado de un modo conmovedor en este primer paso por los senderos tramposos de la poesía. Este sensible episodio, que puede ser catalogado hoy como un condenable bullying, no intimidó a Clinton, quien porfió en la poesía hasta que el profesor Polo Atencio le sugirió con amabilidad probar con el cuento.

Quince días después llevó un relato inspirado en una discusión que escuchó en su vecindario. Con este relato, escrito a las carreras, su joven público y el profesor Polo Atencio comprobaron que el camino de Clinton Ramírez podía ser el de la narrativa.

Algo tuvo claro desde muy pequeño, ser como esos señores corbatudos que escribían en el Magazín Dominical de El Espectador. Su abuelo Clinton Racines fue el culpable involuntario de su vocación. Les llevaba a sus nietos todos los domingos el Magazín, sin faltar al rito, para que estos aprendieran a leer en las tiras cómicas mientras se familiarizaban con el mundo de los negocios y la administración de la finca. Su abuelo esperaba que Clinton, andando los años, lo ayudara a administrar la finca La Paulina, pero, si bien el chico se convirtió en su mano derecha muy pronto, en esa finca de Guacamayal, Clinton vivió a plenitud un mundo que alimentaría su primera novela, Las Manchas del Jaguar (1988).

El tiempo que transcurrió entre la lectura de su cuento improvisado en el taller de escritura del San Juan del Córdoba y la redacción del primer borrador de Las Manchas del Jaguar (1982) sería solo de siete largos años. En este lapso se convirtió en un lector furibundo de cuentos y novelas. La equipada biblioteca de su colegio le permitió tal preparación. Allí, de la mano de algunos profesores y con la complicidad de la bibliotecaria, leyó los clásicos griegos y entró en contacto con el teatro de Shakespeare, Wilde y Camus. Con el debido respeto renunció a la poesía para refugiarse donde se sentía más imaginativo y libre: en la narrativa, inicialmente el cuento. Escribió al final del bachillerato (1978-1979) dos relatos  que serían la cuota inicial de su primer libro de cuentos: “La mujer de la mecedora de mimbre” y “Una vez el paraíso”, textos que reescribiría muchas veces en los siguientes años.

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En la Avenida San Cristóbal de Ciénaga, donde la familia regresó a finales de 1968, Clinton se encontró tempranamente con los libros de la biblioteca de su tío. ¿Qué había allí? Al abrir la cómoda, alguna tarde, se topó con El Doctor Nativo, de  A.J. Cronin; Éxodo, de León de Uris, y claro, con un libro llamado El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Aunque sabía leer a los seis años, no tenía la capacidad para entender la quijotesca obra de Cervantes, pero vivía encantado con las hermosas ilustraciones de Gustavo Doré, y las anotaciones de los pies de fotos.

Aprendió a reelaborar los textos que leía y a desentrañar los que le impresionaban, obsesionado por un adjetivo bien puesto,  asimilando los trucos del futuro oficio: experiencias con las que comprendió que escribir es más un método que un acto de magia y que, gracias a la búsqueda de ese método, la vocación y la imaginación encontraban el camino propicio para fluir. Sin saberlo del todo, el autor de Las Manchas del Jaguar empezó a escribir como todos los escritores lo hacen, imitando a los autores consagrados.

Años más tarde, a mediados de la década del 80 del siglo pasado, su abuelo le reclamó dedicarle más tiempo a la literatura que a la carrera de Economía que sacaba en la Universidad del Atlántico. “Recuerda que hiciste las dos cosas —le dijo Clinton a su abuelo esa noche, sin sacar la cara del libro que leía—: tú me mostraste el mundo de los números y los negocios, pero también el de la literatura, así que no te quejes”.

Las huellas del Jaguar

Los primeros años en la facultad de Economía de la Universidad del Atlántico fueron vitales para Clinton, porque le permitieron el encuentro con las obras de muchos más escritores, entre ellos Cortázar, Joyce y Borges. Había escrito, a la muerte de su abuela, Francisca Toledo en julo de 1982, un texto en el que trató de rescatarla para la vida, pero el escrito quedó refundido entre los libros de su incipiente biblioteca, en casa de su tío, en la calle Bolívar de Ciénaga. La lectura asimilada de estos y otros autores fue crucial entonces, piensa hoy Clinton,  para terminar de escribir dicho texto, embrión de lo que a finales de 1986 se convirtió en Las Manchas del Jaguar.

El borrador, tres grandes apartados escritos en un cuaderno de 50 páginas, permaneció escondido entre sus libros de economía y literatura entre 1982 y 1986. Un buen día, buscando libros de consulta para citar en su tesis de grado, tropezó con el olvidado tesoro, un texto escrito con rabia y dolor. Cuando releyó el primer párrafo del primer bloque del cuadernito vio que ahí había una historia completa con su ritmo y sus imágenes centrales. Inmediatamente llamó a Luis Rovira, su compañero de tesis, y le dijo: “Falta un capítulo, termínalo tú, que yo voy a empezar a escribir una novela”. Así lo hizo durante cada uno de los 120 días de los cuatro meses que se dedicó a ella de una manera impulsiva y visceral.

“Las Manchas del Jaguar fue para mí una manera de completar una labor que por inexperiencia no pude terminar cuando murió mi abuela. Yo sabía que había escrito una novela, pero ¿qué tan buena era? No lo sabía”, confiesa Ramírez.

Pero lo supo más temprano que tarde. Después de haberla transcrito a máquina, se la entregó a su amigo el poeta Javier Moscarella, a quien encontró almorzando en el restaurante El Ejecutivo, frente al Parque de Las Ranas, un sitio al que iban a comer y departir los funcionarios de El Infotep de Ciénaga.

Clinton, joven y despreocupado al fin, se fue a jugar fútbol al San Juan del Córdoba. Cuando regresó a su casa, su tía Carmen Núñez le dijo que lo andaban buscando del Infotep y que Javier Moscarella quería hablar con él. Encontró a Javier en la misma mesa donde lo dejó almorzando, esta vez en la compañía de su esposa. Se había tomado algunas cervezas. Con los ojos llorosos, se levantó de la silla para abrazarlo: “Pedazo de pela’o, tú no sabes lo que has escrito. Siéntate y tómate una cerveza”. La novela, un centenar de cuartillas, ni siquiera tenía titulo.

En esta obra, Clinton explora el mundo de Guacamayal, Sevilla y Rio Frío, donde transcurrió su primera infancia y la historia de su familia. Un itinerario marcado por los movimientos de su abuelo como administrador de fincas bananeras, entre muchas de ellas La Paulina, el lugar que lo vio crecer e imaginar. “Más que escribir un libro sobre un tema que yo haya investigado, escribí un libro que me dictó la sangre. Alguna vez, revisando la novela, me sorprendí de las cosas escritas, y Javier Moscarella, siempre sabio, me dijo algo que jamás olvido: es la historia de tu familia que llevabas en tu cabeza, y la pusiste ahí: no tenías por qué ser consciente”, cuenta Clinton.

Con esa obra, dictada por la sangre, el dolor y la memoria, ganó el concurso Nacional de Novela Ciudad de Montería en 1987. Después de la lectura febril de Javier Moscarella, la novela, aún sin título, la leyeron Guillermo Henríquez en Ciénaga y Germán Vargas en Barranquilla. La mandó al concurso sin haber tenido tiempo de retomarla y de agregarle algunos otros pequeños capítulos. Fue publicada un año después en 1988, en Medellín. Esta edición marcaría el ingreso de Clinton Ramírez al campo literario, en el que ganaría como cuentista varios concursos regionales y nacionales más.

Treinta años insistiendo

Después de las andanzas sigilosas del Jaguar por las trochas y veredas de Guacamayal, Ciénaga sería la nueva estación literaria de Clinton Ramírez. Esta vez fue distinto. No sería la sangre la que lo impulsó a escribir, sino su nueva mirada de novelista. Quiso escribir una novela acerca de los inmigrantes italianos que llegaron a Ciénaga y la aristocracia de esta ciudad, pero se dio cuenta que la falta de conocimiento de tal mundo le impedía continuar con la escritura. Este primer intento de novela agudizó su pericia como investigador y sus instintos de escritor. Esa novela, que sigue sin publicar, lleva por título Para morir aquí, y de esta obra, que ha sido más fuerte que Clinton, nacieron otras Vida segura (2005), Hic Zeno (2008) e incluso relatos como “¿Te acuerdas de Monín de Boll?”, que hace parte de su segundo libro de cuentos: Estación de paso (1995).

Ramírez confiesa: “No es igual escribir una novela de ambiente rural, que tú conoces y llevas contigo,  que una novela con un paisaje más urbano y sobre una sociedad de inmigrantes que ha tenido vida europea. Tuve que hablar y entrevistar a algunos de mis personajes, sin que ellos supieran que estaba documentándome para mi novela. Con Para morir aquí, cuyo primer borrador es de 1985, aprendí a tomar el controlar de un género que exige un conocimiento profundo de la sociedad recreada: de sus gustos, de sus caprichos, de los extravíos de su historia. Me pasé muchas horas mirando las casas de la gente que quería novelar. Aún sigo haciéndolo. A veces pienso que fracasé con ese libro, y aunque algunos amigos insistan en que está bien, yo tengo mis dudas. La última vez que pensé que estaba listo fue en el 2005 y cometí el afortunado error de agregarle un capítulo, que creció tanto que reventó la novela, al punto de convertirse en otra: Vida Segura”. 

Después de este episodio tuvo que reescribir algunos capítulos de Para morir aquí para sintonizarla con Vida segura, pero al integrar otro capítulo a su ambicioso trabajo, surgió un nuevo milagro, su tercer texto de largo aliento: Hic Zeno.  Estas novelas fueron escritas entre el 2004 y el 2006, en Santa Marta, junto a Un viejo alumno de Maquiavelo, publicada el año pasado (2014) con buena recepción crítica.

Veinte años después de haber escrito el primer borrador de Para morir aquí, Clinton empezó a escribir, casi de manera simultánea, otras dos novelas: Otra vez el paraíso —situada en Taganga al igual que Hic Zeno— y Sin Defensa Posible, inspirada en la vida del misterioso escritor samario Pipo Cormorán.

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Su novela corta Un viejo alumno de Maquiavelo ha tenido una acogida favorable. Clinton Ramírez ha recibido muy buenos comentarios de sus lectores y no hay quien no le pregunte si el intelectual de la novela es él, y si Daniela, su joven amante, existe en realidad. Él solo responde: “La gente me hace la pregunta, pensando que en esa novela hablo de mí, y en parte tienen razón porque es un regreso al mundo de Ciénaga, al mundo de la Zona Bananera, ya que el personaje central es un profesor cienaguero que se retira de la docencia por problemas de salud y regresa de Bogotá a la Costa, a Santa Marta. El mundo recreado allí se parece mucho a mi mundo personal. Es más, para dotarlo de realidad, utilicé los nombres de los hermanos de mi abuelo y la familia que le di al personaje es la mía, pero eso no quiere decir que ese tipo sea yo. Yo no he sido profesor en Bogotá, no tengo la edad que tiene él y tampoco tengo una amante como Daniela”.

Para morir aquí sigue en revisión por su autor, aún confundido con las diferentes voces con las que la ha escrito a través de los años. “Quizás sea el libro que siempre esté reescribiendo, que nunca publique”, expresó Clinton Ramírez con un aire de resignación que ni él mismo se cree.

La Santa Marta de Pipo Cormorán

¿Pipo Cormorán es un heterónimo de Clinton Ramírez, un alter ego, existió este escritor que, según sus textos, deambulaba por las calles de Santa Marta, esperando que las mismas le hablaran al mejor estilo de Walter Benjamín, con quien trabajó en París?

Pipo Cormorán marchó a estudiar a París en 1919. De allá, veinte años más tarde, fue deportado a principios de la Segunda Guerra Mundial, y regresó a la ciudad de sus padres, miembros de la alta clase social de Santa Marta, convertido en un hombre marginado. Colaboró esporádicamente con la prensa, vivió entre putas y entre ellas murió. Dejó unos cuadernos que Clinton logró hacer suyos y gracias a él, a Cormorán, Ramírez pudo entender a Santa Marta, el escenario que le dictaría una nueva novela Sin defensa posible, también sin publicar, pero con mejor suerte que Para morir aquí. La empezó a escribir en 2007.

“Los cuadernos de Cormorán los encontré en una vieja edificación de la calle 10, durante un lanzamiento. El inspector que participó en la diligencia los llevó a las oficinas donde se encontraban unos amigos y por estos me enteré de la existencia de Cormorán. Nadie le prestó atención al asunto, pero yo, que leo todo, hasta los papeles de la basura, me di a leerlos. Allí encontré todo el material que necesitaba para terminar de entender a Santa Marta. Así que a Cormorán le debo mi conocimiento de esta ciudad, porque si bien la he vivido, su experiencia y su escritura me abreviaron el proceso de acercamiento a la ciudad”, fabula Ramírez.

Heterónimo o no, la voz del viejo “Pipo” es diferente a la de Clinton. En La paradoja de Jefferson y el cuento “Todo aquel que anda de noche”, recogido en la novela corta Un viejo alumno de Maquiavelo, Clinton le ha cedido espacio y dotado de voz al misterioso escritor samario, y este opaca la suya y su trabajo, según él mismo confiesa:

“La gente me pregunta más por los textos de Cormorán que por los míos. Los  suyos figuran en la segunda parte del volumen La paradoja de Jefferson. Agregué un cuento suyo al final de Un viejo alumno de Maquiavelo, “Todo aquel que anda de noche”, que ha tenido más éxito que el resto del libro. Cormorán se ha convertido en un problema. Me propuse divulgarlo y todo indica que al tipo le va mejor que a mí. Varios amigos me dicen sin rubor que el tipo es mejor escritor que yo”.

 

Annabell Manjarrés Freyle

@AnnabellMF 

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