Literatura

La lección de poesía

Benjamin Casadiego

11/08/2017 - 07:35

 

W.H. Auden / Foto: The Inquisitive Eater

 

Justo cuando había terminado el recorrido por los estantes de una biblioteca pública descubro un libro que sobresale en la hilera, un afortunado error en el acomodo: “El arte de leer” de W. H. Auden.

Había leído a Auden de manera fragmentada a lo largo de mi vida, una lectura que no ha sido ni seria, ni organizada, más bien casual, a partir de poemas que por lo general eran citados por otros autores. A pesar de lo esporádicas de mis incursiones, sabía que ese nombre era un misterio. Había algo en sus poemas que me vinculaba. Busqué fotografías suyas. Ahora me encuentro ante una de ellas. Aparece de corbata y camisa blanca de manga larga; Auden está en su estudio, sobre el escritorio alborotan hojas en desorden, a un lado, solitaria y quieta, hay una con un poema escrito a mano. Recordé lo que escribió en uno de sus ensayos: “La creación literaria en el siglo XX d. C. es bastante similar a lo que era en el siglo XX a. C.: casi todo sigue haciéndose a mano.”

Mis ojos se detienen en ese escritorio. Los papeles en desorden dan noticia de la silenciosa ferocidad de un combate que ha dejado una cantidad de borradores inservibles, papeles muertos que irán a la basura como soldados que cayeron en la batalla pero que sin ellos la victoria habría sido imposible, tal vez inútil, y una hoja perfecta de lo que puede ser un poema al final de la jornada. El guerrero posa con elegancia al lado de su presa. Luce tranquilo con una sonrisa que nunca saldrá a flote; la ropa intacta, las maneras finas; nada nos dice de esa silenciosa lucha que debió librar, excepto, tal vez, por la tupida telaraña de arrugas que dibujan su apacible rostro. Pero está claro que nada allí es apacible, que algo ha ocurrido: “El poeta tiene que sufrir el encuentro antes de escribir un poema genuino”.

Auden parece allí un hombre de oficina, un oficinista que ha llegado puntual al encuentro con el daimon, pero él mismo nos ha dicho que no es así su vida, que habita un lugar, la poesía, donde los ejecutivos nunca se atreverían a entrar. Un territorio que no permite el mandato de la rutina. “La esclavitud es una condición hasta tal punto intolerable que el esclavo difícilmente puede evitar engañarse pensando que obedecer la orden del amo es una decisión, y no una obligación en toda regla. Muchos esclavos de la rutina se engañan de un modo parecido, igual que ciertos escritores, esclavizados por un estilo demasiado «personal»”.

Seguimos recorriendo ese escritorio. Los papeles desordenados están bocabajo; mientras la solitaria página nos muestra un escrito sin tachones. ¿Cómo era ese ejercicio de escribir para él? Volvamos atrás en la historia de ese papel, regresemos a la prehistoria de ese poema. “Empecé a escribir poemas –dice- porque una tarde de domingo, en marzo de 1922, un amigo me sugirió que lo hiciera: nunca se me había ocurrido. Apenas me sabía algún poema”.

Lo que comenzó siendo una curiosa casualidad iluminada por un amigo, se convierte en un oficio, un oficio que en su madurez intenta recobrar poniéndose en los zapatos de un principiante. “El poeta no se sentirá jamás tan inspirado, tan seguro de su genio como en esos primeros días, cuando el lápiz vuela sobre el papel. Sin embargo, aun entonces se aprende.  Mientras garabatea la página, va formándose el hábito de percibir la métrica, de observar que las palabras bisilábicas aisladas pueden sonar ti-tumtum-ti o, en ocasiones, tum-tum; pero asociadas con otras palabras pueden convertirse en un ti-ti. Cuando el principiante descubre una rima nueva para él, la conserva en la memoria.”

Volvemos los ojos al fondo de la fotografía, esa profundidad de campo que termina de definir la biografía del personaje. Vemos una ventanita en cruz con una cortina transparente que deja pasar una tenue luz que va a dar a un estante con libros. Es una hermosa composición, un trabajo de claroscuros al estilo de los maestros holandeses del siglo XVII. Esa ventanita nos habla de Auden, pero la procedencia de la luz que ilumina su rostro y el escritorio viene de otra parte, tal vez una lámpara, tal vez una puerta medio abierta. Distinguimos los lomos de algunos libros, la simple brillantez de la madera. ¿Qué significaron los libros para Auden? ¿Qué le enseñaron como poeta? “Un poeta que busca mejorar debe, por cierto, rodearse de buenas compañías, pero por su bien esas compañías no deberían estar en un nivel muy distinto del suyo. No está claro en absoluto que la poesía que influyó más provechosamente a Shakespeare fuera la mejor poesía que conoció. Incluso en el caso de los lectores, teniendo en cuenta la atención que un buen poema exige, hay algo de frívolo en la idea de leer solo grandes poemas. Las obras maestras deben guardarse para las festividades más importantes del espíritu.”

Más adelante pone un ejemplo concreto sobre esto que acaba de decir: “Mi primer maestro fue Thomas Hardy, y creo que fue una elección afortunada. Hardy era un buen poeta, quizá incluso un gran poeta, pero no un poeta, digamos, demasiado bueno. Por mucho que lo admirara, incluso yo podía ver que su dicción resultaba a veces torpe y farragosa y que muchos de sus poemas eran rematadamente malos. Esto me dio esperanzas, mientras que un poeta intachable sin duda me habría llevado a la desesperación. Era moderno pero no excesivamente. Sus palabras y su sensibilidad estaban bastante cerca de las mías –es curioso, pero su cara incluso recuerda a la de mi padre-; así que al imitarlo no me apartaba demasiado de mí mismo, y tampoco estaba tan cerca para que me borrara del todo. Finalmente, su variedad métrica y su tendencia a utilizar complicadas formas estróficas supusieron para mí un valioso entrenamiento en el arte de la composición. Debo agradecer asimismo que mi primer maestro no escribiera en verso libre, de otro modo, quizás habría estado tentado a creer que escribir en verso libre es más fácil que hacerlo acudiendo a formas más estrictas cuando, como he descubierto con los años, es infinitamente más difícil.”

En un ensayo que él tituló Escribir, refuerza lo anterior, con un látigo que resuena en la distancia de su propio espacio y tiempo: “Al poeta que escribe en verso libre le pasa como a Robinson  Crusoe en su isla desierta: él mismo debe cocinar, lavar y zurcir la ropa. En casos excepcionales, esta corajuda independencia produce cosas originales e impresionantes, pero a menudo el resultado es una mugre: sábanas sucias, sobre la cama deshecha y botellas vacías en el suelo sin barrer.”

La fotografía nos pone a pensar en los bordes que quedaron ocultos tras el marco del lente. Nos imaginamos en algún lugar su mullido sillón de lectura, tal vez cerca de la ventana, donde se retiraba a leer cuando el sol entraba a raudales en una mañana de verano, o lo vemos leyendo en un sillón que se encuentra en donde está la fuente de luz principal, la que alumbra su rostro, un sillón que debe tener un pequeño cojín para estirar las piernas cuando se cansara. El lugar huele a tabaco, no vemos allí la cajetilla de cigarrillos pero en otras imágenes lo hemos visto fumándose hasta la colilla; también hay aromas de café y de las flores del jardín cercano y de ese día que parece nublado y le traerá olores del mar helado. Entonces podemos preguntarnos, ¿qué buscaba Auden al leer poesía? “En mi caso, las cuestiones que más me interesan cuando leo un poema son dos. La primera de ellas es técnica: «He aquí un artilugio verbal. ¿Cómo funciona?» La segunda es moral en el sentido amplio de la palabra: «¿Qué clase de persona habita este poema? ¿Cuál es su noción de la vida que vale la pena vivir, o del lugar en el que vale la pena vivir? ¿Y de la vida y el lugar que no valen la pena? ¿Qué oculta a sus lectores? ¿Qué se oculta incluso a sí mismo?»

La fotografía nos sigue revelando un perfil inconcluso del hombre que dijo La conciencia social es más peligrosa para la integridad de un escritor que la codicia. Tenemos ante nosotros un poeta en pleno oficio, un trabajo que no tiene fin y tampoco está respaldado por la experiencia: no se puede decir que entre más se escriba, más se sabe y que más sabe el diablo por viejo que por diablo. [El poeta] “nunca podrá decirse: «mañana escribiré un poema y gracias a mi entrenamiento y experiencia estoy seguro de que lo haré bien». A ojos de otros, cualquiera que haya escrito un buen poema es un poeta. Ante sus propios ojos, un poeta solo es tal mientras hace las últimas correcciones a un nuevo poema. Momentos antes no es más que un poeta en potencia; al momento siguiente solo es alguien que ha dejado de escribir poesía, quizá para siempre.”

Tal vez la fotografía nos deja ver ese momento. Podemos imaginar el poema que hay en esa hoja airosa:

Pues la poesía no hace que ocurra nada; sobrevive

en el valle de su concepción donde los ejecutivos

nunca se atreverían a meter mano, fluye hacia el sur

desde ranchos de aislamiento y las penas atribuladas,

ciudades crudas en las que creemos y morimos; sobrevive,

una manera de acontecer, una boca.  

 

Benjamin Casadiego 

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