Literatura

La poesía o el arte sublime de fracasar

Naiver Urango

11/03/2015 - 05:50

 

La poesía o el arte sublime de fracasar

Como casi todo el mundo fracasé sin hacer ruido.

Joaquín Giannuzzi

Desde hace tiempo, leo con frecuencia entrevistas, ensayos, textos poco encasillables y memorias de mi lista de poetas favoritos. Lo hago con una suerte de expectación religiosa, dando espacio a una nebulosa de vanidad —quién no—, con el objetivo de dar respuesta a la duda que me ha inquietado desde el instante en que me decidí por este particular oficio, con el perdón de Borges, si es que todavía se tiene la poesía como un trabajo particular: ¿qué hace un sujeto escribiendo poesía a estas alturas de la historia?, pregunta que destila de todas mis lecturas y que por lo menos exige una respuesta sin dilaciones.

En ese periodo casi que de inmediato al florecimiento de los primeros poemas, el yo poeta —semejante al ignominioso hombre de las cavernas— empieza por cuestionar el arte inspirado tal vez en las reflexiones de los maestros que le antecedieron. Quizás en ese preciso momento lo hace buscando el arjé que le sirva de columna para continuar su propia búsqueda. O quizás lo hace porque necesita de prerrogativas para propiciar un altercado consigo mismo; sobre todo en ese estado intenta situarse entre la espada y la pared, para batirse en medio de esas dos orillas que, a manera del cuento de Cortázar, es la pelea del alma con el alma misma. ¿Y cuál es el resultado?: un testamento trufado de reproches.

A veces el yo poeta pretende justificar una posición deleznable; la poesía no puede ser esta miserable vida contemplativa de la belleza y el miedo, pero entonces sigue escribiendo y se olvida por completo que la incertidumbre volverá como el mal aliento. Al respecto, he leído a poetas que al borde del colapso han intentado devolverle a la poesía un brillo, cierto estatus, pero son pocos los que sobreviven a ese invierno impetuoso.

No es verdad que la poesía es un imposible retorno a la magia, no lo digo a manera de sentencia, pues aún se cree en la floritura de las palabras, y por ende pienso que ahí dentro debe estar la posible y abstracta respuesta o, también el vacío. Es posible que nos encontremos con algo más concreto que el vacío, la evidencia de que esta sociedad no necesita de poesía, y por lo tanto, siendo los poetas los portadores del virus, resultan un mal enfermizo que hay que extinguir. De igual modo, dado el carácter artificial de la modernidad y a su intensiva mercantilización del lenguaje, la poesía queda marginada, expuesta al estéril paisaje de la industria; de hecho es algo que el yo poeta va descubriendo con las nuevas presencias de un panorama poético más ambiguo. ¿Para qué se escribe poesía entonces, sino es la justificación de tantos años de zozobra del yo poeta?

Uno de mis poemas favoritos y que refleja perfectamente el decurso actual —si no el de siempre— de la poesía, es el del maestro mexicano Marco Antonio Campos: /Las páginas no sirven. /La poesía no cambia /sino la forma de una página, la emoción, /una meditación ya tan gastada. /Pero, en concreto, señores, nada cambia. /En concreto, cristianos, /no cambia una cruz a nuevos montes, /no arranca, alemanes, /la vergüenza de un tiempo y de su crisis, /no le quita, marxistas, /el pan de la boca al millonario. /La poesía no hace nada. /Y yo escribo estas páginas sabiéndolo.

El poema Declaración inicial, que hace parte de una antología que se titula Ningún sitio que sea mío, además de ser perturbador y visceral al comienzo,  constituye la sentencia para no querer consagrar toda una vida a escribir poesía: un oficio por demás inútil y anacrónico. Y no es solamente el maestro Campos quien se ha visto envuelto en aquella conclusión redundante, existen ramilletes de poetas que se refieren de la poesía como un esfuerzo tortuoso y maldito, carente de sentido y sin paliativos económicos. Un día, leí perplejo en una entrevista que le habían hecho al reconocido vate colombiano Rómulo Bustos Aguirre que el poeta se muere de hambre, que es como decir que el espíritu de la poesía no vale un peso. Indudablemente el yo poeta admite que el encuentro y la experiencia con la poesía se sujeta a leyes que son dolorosas, no hay que andarse con titubeos en el poema, éste, por todos los medios, debe igualar a la vida y eso, supone sufrir la flagelación del fracaso.

En definitiva, como dije anteriormente, hay quienes todavía pretenden devolverle a la poesía el spleen, aquél destello andrógino que quizás pudo haber tenido en la Grecia Clásica de Homero y compañía, en lugar de confinarla a términos reductibles y perogrulladas. Si bien, ningún hondo hecho justifica escribir poemas a comienzos de un siglo convulso, resulta menos evidente que pelear esa batalla —que se sabe perdida— es un asunto del alma misma del yo poeta.

Y qué si con la misma peliaguda antigüedad de nuestro planeta, la poesía —con su rostro de inquilina quisquillosa de no quererse ir de la casa— no ha hecho más que rumiar, pretextando su triunfo sobre la deploración de los valores y la globalización y la usura y la inquina y el poder, a pesar de que Ezra Pound advertía sabiamente: “Déjese de hacer versos, amiguito; con eso no saca nada”.

 

Naiver Urango

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