Literatura

Sucedió por Valencia, Colombia

Edgardo Mendoza

25/03/2016 - 06:10

 

La iglesia de Valencia de Jesús

Nunca olvidaré esa tarde de agosto. Un sol tremendamente caliente se paseaba por los techos y en las calles. Valencia estaba solo, hasta las sombras de los pocos árboles estaban tristes. Nos  sentamos en la puerta de la calle, donde la brisa intentaba soplar, pero algún poder invisible la detenía.

Conversamos del tiempo y del mundo con el viejo Juan, que a pesar de pocas palabras, escuchaba atento. Afirmaba, negaba y aprobaba las cosas sin más rodeos. Un par de cervezas para el calor, donde el tío Fermín en la tienda de al lado, solo quienes lo conocían pedían señalando los dedos, dos tres o una, de lo contrario destapaba las cinco cervezas, sin importar que fueran uno, o  dos los tomadores.

--Si estos calores siguen así, quizás  pa´ donde vamos --dijo Juan-- ¡Ufroo! Parece Semana Santa.

En el patio, una gallina escarbaba con sus pollitos, donde habían botado el agua de lavar el arroz. No buscaba granos, buscaba refresco, o de pronto lo hacía por el simple hecho de ser gallina.

La calle seguía vacía, limpia, ni un alma se asomaba. Ni un pájaro gritaba, ni de miedo ni de alegría. Silencio total, sólo tres personas conversaban de nada.

El reloj aburrido marcaba la 1 y 43 p.m. A lo lejos un señor se acercaba, era flaco, enjuto, con un sombrero viejo de ala incompleta, de caminar lento. Era Julio, que Francisco W. conocía perfectamente por ser marido de Eduviges, ya formaba parte del pueblo, después de quedarse luego de la bonanza algodonera. Otros dicen que mató un inspector policial en un ataque de celos y vino a estos lares. Vestía una camisa negra con rayitas verdes como las iguanas, traía un pantalón oscuro, un machete de cacha color zanahoria y unos zapatos de caucho que supongo calientes por el sol que rabiaba. Se sentó sin ser invitado, estaba lleno de sed, hambre por dentro y por fuera, hablaba despacio pero con gruesa voz rural. Hablaba con el hambre escondida, pero con decisión abierta.

Francisco W. tenía en sus manos una enorme presa asada con yuca harinosa blanca. Era una presa gruesa con gorditos al borde, al piso un jarrón de guarapo de litro con hielo y panela abundante. Yo tenía un plato igual, pero con menor cantidad, pues la señora Carmen desde el principio sabe y conoce quien es capaz de consumirlo todo, sin más preguntas.

Julio seguía ahí, con esa impotencia de vernos comiendo sin remedio. Miraba a Francisco W. con más confianza, pues lo conocía desde muchacho. El silencio seguía, la tarde caminaba lenta, la brisa no aparecía.

Yo observaba la sed del visitante, no su hambre. Le di mi vaso de guarapo sin chistar y una parte de mi presa suave y bien frita, con un pedazo largo de yuca que hacían buena compañía. Lo tragó con prisa y callado. Miraba a  Francisco W. con sus presas grandes y sus gorditos  por los bordes. Nadie pasaba por la calle, ni un solo humano. A lo lejos un perro vagabundo buscaba sombras, era un perro flaco que en sus tiempos de cachorro fue blanco, ahora vestía mugre.

El reloj volvía a recordar la hora: 2 y 34 p.m.

Julio entonces mostraba una cara entre indecisa y torpe. Su camisa a rayas, sus zapatos negros y sucios de polvo, sus bolsillos prietos y flacos no aguantaron más. Miraba su machete de cacha semiroja --si fuera en realidad zanahoria haría un jugo con naranjas y refrescaría la tarde--, pensó. Tampoco tenía dinero para azúcar, naranjas  y hielo.

Volvió a mirar a Francisco W. que había dejado los platos limpios y jarro del guarapo seco. Como pudo, se quitó el viejo reloj y sin más palabras le dijo en tono seco, pero esperanzado: Empéñamelo por lo que sea, no tengo para almorzar y tengo hambre.

Francisco W. le dijo con calma de un alcalde viejo: Julio, no empeño relojes, ni nada. Otro día miramos.

El hombre de la sed y el hambre se marchó solitario, sin ruidos ni palabras. Miré a  Francisco W. reposando su hartura de presas y jarrones. Acomodó su panza como un gato de ricos. Miró al patio y la gallina seguía escarbando entre la arena. El perro flaco regresaba quizás de donde y pasaba sin mirar. A pesar de que el calor había bajado un poco la calle seguía sola.

Era miércoles, las pocas tiendas cerradas, nadie salía, nadie llegaba. A nadie esperaban. El tío Fermín no fiaba y a esa hora dormía y soñaba despierto sobre un taburete cerca al mostrador.

Entonces me atreví a preguntarle, con algo de compasión y asombro.

--¿Usted por qué no le dio carne al pobre Julio?

--Estaba muy dura, de vaina yo —contestó sin inmutarse.

No he vuelto a ver a Julio, dicen que murió el jueves en la mañana. Francisco W. hoy quiere ser consejero de paz. Incluso da consejos de compartirlo todo. Tiempos de reflexión.

 

Edgardo Mendoza Guerra

Sobre el autor

Edgardo Mendoza

Edgardo Mendoza

Tiro de chorro

Edgardo Mendoza Guerra es Guajiro-Vallenato. Locutor de radio, comunicador social y abogado. Escritor de cuentos y poesías, profesor universitario, autor del libro Crónicas Vallenatas y tiene en impresión "50 Tiros de Chorro y siguen vivos", una selección de sus columnas en distintos medios. Trata de ser buena gente. Soltero. Creador de Alejo, una caricatura que apenas nace. Optimista, sentimental, poco iglesiero. Conversador vinícola.

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