Literatura
Cráneos podridos
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Era inflexible y débil al mismo tiempo. O, por lo menos, fue la impresión que siempre se tuvo de él. La rigidez en la exposición de los temas de la asignatura de cálculo era contrastada sólo por las disertaciones éticas y morales en las que, muchas veces, se extinguieron sus clases, en aquella casa de estudios de media vocacional ubicada, hasta hace algunos años, al frente de la plaza principal del municipio de Robles. Nunca se supo cuál fue el catalizador de la modorra y el sopor de su cátedra. ¿Su método de enseñanza? ¿La falta de disposición por parte de los estudiantes? ¡Vaya alguien a saber! Lo cierto es que muchos de sus aprendices llegaron a sentir aversión por esas operaciones en las que se requerÃan tres pizarrones para hallar la solución. Los muchachos pedÃan explicaciones y quedaban en la misma confusión numérica y de variables o, quizá, peor. Es más, los grandes sinvergüenzas propiciaban las condiciones para que, en vez de dictar los aburridos tópicos, se derramara en su prosa predilecta: la eterna frustración por no haber estudiado en la Universidad Nacional y la educación recibida por parte de sus padres que habÃan hecho de él, lo que era: un guajiro de bien, de principios, ¡su señorÃa ilustrÃsima! Para el colmo de la desfachatez, un grupo de garbosos estudiantes, conocidos como los ‘cráneos podridos’, esperaban ese momento que era el clÃmax de su melodrama: cuando se ponÃa a llorar, agachaba su cabeza, colocaba los dedos Ãndice y pulgar sobre su frente, agarraba su morral y, sin más palabras, abandonaba el salón. Enseguida se miraban con caras de suspenso y complicidad maquiavélica. Soltaban carcajadas irreprensibles y aguzaban el retozo en los minutos restantes de la clase. ¡Qué alivio era saber que no habÃa trabajo en esa materia!
HabÃa otro selecto grupo de escolares poseÃdos por una inteligencia numérica sin precedentes. Nadie lograba explicarse por qué ese conocimiento parecÃa estar reservado a ellos, pues eran los únicos que discernÃan, con inusual clarividencia, los procesos resolutivos de los planteamientos matemáticos. La incertidumbre tomaba forma de tragedia, puesto que cuando el profesor colocaba los ejercicios en el tablero no era un simple concurso entre alumnos: significaban notas que podrÃan exonerarlos de los exámenes finales, esos mismos que producÃan dolor de vientre. La memoria se retrotrae y evoca las imágenes de los cráneos podridos rodeando a esos contados y conspicuos estudiantes, buscando ser iluminados por su entendimiento, a la manera de esa figura bÃblica en la que los buitres se juntan cuando hay un cadáver cerca.
En el mes de julio del último año de preparatoria, el profesor frustrado llegó diciendo a sus educandos que, dentro de poco, su función serÃa reemplazada por otro docente. –Prepárense, porque en algunos dÃas no me verán, afirmó, asà como Jesús a sus discÃpulos. ¿Sus razones? Ya habÃa soportado hasta el hastÃo estar en medio de tantos malagradecidos que echaban por tierra su trabajo. Varias veces encontró su vehÃculo rayado por algún resentido. Tuvo confrontaciones sinnúmero con acudientes; mejor dicho, toda una vida de penurias. –Yo no voy a poner en peligro mi integridad, aseguró. –Mejor me voy, sentenció, tal cual hace el cóndor herido en la canción vallenata. Dijo que hablarÃa con la máxima autoridad del colegio para formalizar su desvinculación. Algunos alumnos conmovidos le pidieron que no lo hiciera y hasta se disculparon por si en algún momento lo habÃan hecho sentir mal. El austero y sentimental dómine correspondÃa con un <> y un rostro de pudor fingido. Todos estaban a la expectativa del momento que, en definitiva, abandonarÃa el centro de estudios. Por esos dÃas, sus detractores y partidarios advirtieron en su recorrido triste y melancólico por los pasillos y salones la inminencia de su salida.
Como si las circunstancias hubiesen querido dar cuenta de la desolación espiritual y anÃmica que sobrecogÃa a este atávico ser, un lunes de julio hubo una conflagración devastadora que hizo añicos el aula donde recibÃan clases los cráneos podridos. Para nadie fue un secreto que, en las lecciones de historia, filosofÃa o literatura, esos cráneos no se veÃan tan podridos; es más, tenÃan la propiedad de salir de su estado de descomposición y recobrar cada una de sus funciones naturales.
Se vivieron momentos vertiginosos en todo el plantel. HabÃan transcurrido treinta minutos de la clase de cálculo cuando se presentó el conato de incendio. Al salón nunca se le diseñó una salida de emergencia. Por primera vez, los cráneos podridos y el docente indeseado se miraban con afecto entrañable y con la tristeza del destino fatal. Aferrados a una de las paredes, a través de los calados, lanzaban con desespero y vehemencia gritos de auxilio. Se oyó la voz de la máxima autoridad del colegio impeler al profesor de Educación FÃsica, otro guajiro, cimarrón, que corriera al cuarto de las herramientas, ubicado cerca del estéril laboratorio de quÃmica, con el fin de romper parte de la estructura del salón que no habÃa sido alcanzada por el fuego y que los estudiantes y el docente pudieran evacuar. Si no se actuaba pronto, los cráneos estarÃan en verdad podridos y el profesor, para siempre frustrado.
Aquello fue una réplica escolástica del 9 de abril de 1948. El resto de bachilleres en formación y los docentes que desarrollaban sus clases abandonaron los salones en segundos, avivados por la conmoción. Iba siendo mediodÃa. A esa hora, la canÃcula reverberaba en cada esquina y andén del municipio en que el contrabando de gasolina habÃa cobrado vÃctimas sinnúmero en el pasado. Cuando el instructor de Educación FÃsica se dispuso a derribar la pared, uno de los cráneos podridos dijo a voz en cuello desde dentro del ardiente recinto: ¡conserve la calma! –Aquà lo único que pasó fue que prendà un fósforo para encender un porro. El rector habÃa llamado a la estación de bomberos del municipio, cuyo patrimonio constaba de un modesto carro tanque y algunos socorristas empÃricos con vocación de servicio. La fama del camión cisterna se extendió en la localidad debido a que hizo frente, cual gladiador troyano, a las voraces deflagraciones que se volvieron rutinarias en la época del comercio ilegal de hidrocarburos. Las llamas amenazaban con destruir el salón contiguo, donde estaban depositados los inveterados instrumentos de la banda marcial, cubiertos por una espesa capa de polvo y relegados por el olvido y la desidia. Cuando el cuerpo de bomberos, dirigidos por el capitán Ortega, arribó al sitio de la conflagración para atender la contingencia, los socorristas entendieron muy bien que no habrÃan de esparcir una sola gota de agua ni, mucho menos, salvar vidas. Nadie estaba en peligro. Fue entonces cuando los miembros de la comunidad educativa y los vecinos que salieron a presenciar los hechos se percataron de que el incendio era una alucinación del profesor, causada por una fiebre terciana. Que aquello habÃa sido otra de sus hipérboles pueriles.
Los jóvenes que siempre recriminaron su metodologÃa de enseñanza, sin ambages, aún a pesar de su pronta salida, celebraron la decisión del profesor. SabÃan muy bien que lo único que habÃa dejado era una pléyade de alumnos frustrados, asà como él, como si de un cÃrculo vicioso se tratara. Porque les emputaba quedar perdidos en sus tétricas clases. Les costaba creer que eran cráneos podridos y le adjudicaban este epÃteto a su instructor por sus conductos retrógrados al impartir las clases.
Los dÃas transcurrieron y el catedrático siguió llegando a cumplir sus jornadas laborales. Se supo que habÃa dialogado con el rector y que éste le pidió que lo pensara muy bien. Todo resultó ser un infundio. ¿Qué motivó su permanencia? Es probable que no haya tenido otra opción por parte del Ministerio de Educación o que, a la postre, haya querido revertir su decisión. Lo innegable es que sus alumnos sólo pudieron elaborar conjeturas al respecto. El docente continuó participando, también, en los eventos culturales y religiosos del instituto. Otra de sus facetas, tal vez más agradable, era la interpretación de coros eclesiásticos con su voz y su guitarra. Muchos hacÃan mofas solapadas de él cuando salÃa a escena. Era, quizá, porque ejecutaba el instrumento y cantaba con el ceño fruncido. En el último mes del año escolar, resolvió aprobar la asignatura a sus estudiantes con una fórmula muy poco cuantitativa pero eficaz: colocar al frente de cada nombre en lista la nota mÃnima aprobatoria.
––Relájense, expresó con sarcasmo, ya todos ustedes pasaron conmigo.
––¡Y nosotros guapos! ––replicaron con alborozo los cráneos podridos.
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Alexander Gutierrez
Sobre el autor
Alex Gutiérrez Navarro
Zarpazos de la nostalgia
Nacido en La Paz, Cesar y criado en Macondo, la sede del mundo jamás conocido. Escribe para imprimir fuerza a los relatos ordinarios a través de la extraordinaria conquista de la palabra impresa. Lector asiduo. Estudiante de la vida. Periodista y Comunicador Social en formación.
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