Ocio y sociedad

Nostalgia Cubana

María Jimena Padilla Berrío

22/03/2016 - 05:20

 

La Habana, Cuba / Foto: El Nuevo Heraldo

Todos los amigos de Ernesto me querían conocer, me querían hablar. Pero más que eso, en la medida en que iban desfilando por la casa de Ernesto, me daba cuenta que lo que realmente buscaban era desahogarse, que alguien más, ajeno a todo su entorno, los escuchara en medio de su día a día. Y al mismo tiempo, buscaban también conocer el mundo desde afuera, contado por una de sus protagonistas, por alguien que apenas arribaba a la isla y podía contarles la vida en ese país de donde venía.

Para los cubanos, el mundo más allá de la isla es todo un misterio, lo poco que saben lo conocen a través de las historias que cuentan los extranjeros, o los familiares que se han ido y que hacen parte de ese selecto grupo de privilegiados que todavía pueden volver, con pasaporte en mano, para volverse a ir. La nostalgia se apodera de ellos cada que recuerdan a ese familiar que se fue, y que no han vuelto a ver.

“Toda familia cubana tiene al menos un familiar que se ha ido y llevan tiempo sin ver”, me dice la señora Caridad mientras caminamos, a paso lento, por el largo corredor al lado del mar, viendo al mismo tiempo los carros pasar por la avenida. “Allá queda la oficina de los americanos, donde me ha tocado ir las veces que me han negado la visa”, me dice con nostalgia, mientras señala una edificación que sobresale en aquel paisaje. Siente rabia con el imperio por negarle la posibilidad de visitar a su hijo, que lleva muchos años sin ver, y sus nietos, a los que ni siquiera conoce. Y al mismo tiempo, siente repugnancia por el régimen de su país, que obligó a que su hijo se fuera intempestivamente, separándose de su familia.

Doña Caridad, que para entonces tiene unos 74 años, baja la intensidad de la conversación y se va quedando en silencio, poco a poco, absorta en medio de aquel paisaje. El sol empieza a caer, y va quedando el matiz naranjado en el horizonte, embargando de melancolía el ambiente. Seguimos caminando en silencio, imbuidas en el oleaje del mar, sintiendo la brisa rozando la piel, alborotando el pelo. “¿Tu puedes creer que en mi país comernos un pescado es un lujo estando rodeados de mar?”, comenta sin mirarme, absorta en el mar. “Aquí vienen los turistas y ellos sí comen pescado, nosotros no”, me dice con resignación, mientras seguimos caminando sin rumbo definido.

Y ese mismo silencio, con una nostalgia muy parecida, se reflejó en Ernesto el día que visitamos Cojimar, el lugar donde cada paso recuerda a Hemingway. Llegamos de tarde, en pleno sol, y recorrimos el lugar con la fascinación que despierta aquel paisaje. La brisa, el mar, el faro que se divisa, fueron suficientes para reducir al silencio a Ernesto desde el muro en el que estábamos sentados. Al rato, después de varios minutos de contemplación, Ernesto cuestionó el absurdo de los límites… “Y pensar que aquí, a unas cuantas millas, ya están los americanos”, mientras señalaba el horizonte, en dirección al norte.

A Ernesto, así como a muchos otros, le cuesta entender que, mientras miles de extranjeros vienen y van, ellos siguen ahí, resignados a estar girando alrededor del mismo punto en contra de su voluntad. “Esa playa que ves allá ha recibido muchos muertos que trae la corriente, esos que han pretendido irse de la isla en una balsa, o simplemente nadando, agobiados del desespero”, me dice mientras señala hacia abajo. Algunos otros, los que contaron con más suerte, lograron vencer la furia del mar y “alcanzar su libertad”, relata mientras cuenta historias de muertos y sobrevivientes, sin perder de vista el norte.

Pero no todo está mal, reconocen que en su país se respira tranquilidad, no saben qué es la indigencia y la mendicidad, y reconocen el acceso a la educación con el que cuentan, aunque al final no parezca servir para mucho, pues, muchos terminan llenos de cartón, con muy pocas opciones para trabajar, y aspiraciones frustradas de trascender. Y en medio de todo, a pesar de las nostalgias, la energía que irradian, contagian paz, tranquilidad y gozo… ¡Caribes a fin de cuentas! Tienen la capacidad de burlarse de sus desgracias, y de convertir sus penas en chiste.

Cuba, la amada y distante Cuba de Celia, la de José Martí, la del Ché y de Fidel, la que lucha, la que sueña, la que vibra al compás de un bolero, un son, unas maracas y una trompeta. Es imposible no enamorarse de su magia, de su gente, de su inmenso caribe que los delata con una sonrisa. Después de eso, no he vuelto a escuchar de la misma manera la declaración de amor de Celia a su isla, detrás de las letras de su canción “por si acaso no regreso”.

Por eso, al son de los vientos de reconciliación que se respiran por estos tiempos, no es difícil leer, entre líneas, la euforia que se apoderó de los cubanos en torno a la llegada de Obama. Más de un cubano traduce los acercamientos, más allá de una apertura y el posible fin del embargo de la isla, como la posibilidad de reencontrarse con esos seres amados. ¿Cómo estaría Celia si viviera para ver esto?

 

María Jimena Padilla

@MaJiPaBe 

Sobre el autor

María Jimena Padilla Berrío

María Jimena Padilla Berrío

Palabras Rodantes

Economista de la Universidad Nacional de Colombia, cuasiabogada de la Universidad de Antioquia. Soñadora incorregible, aventurera innata, errante. Guajira de cuna, crianza y corazón, ama su cultura como al coctel de camarón. Investigadora, melómana, cinéfila y bibliófila. Su mayor placer es deslizar un lápiz sobre un papel.

@MaJiPaBe

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