Ocio y sociedad

Anécdota navideña: Tras el Trompo de Berrequeque

Alfonso Osorio Simahán

14/12/2022 - 05:50

 

Anécdota navideña: Tras el Trompo de Berrequeque

 

Que yo vi al Niño Dios en calzoncillos. Ése era el manoseado estribillo decembrino que llegaba también al compás de los aguinaldos aquella remota época infantil. Más que un chiste, el trasfondo de esa frase pícara nos advertía otra cosa. Que se estaba develando el crucial momento en el cual la edad se despojaba de la inocencia para darle paso a la malicia. Es decir, en lenguaje coloquial, se desenmascaraba al postizo niño dios de los regalos.

A todas estas, de parte mía confieso y, hoy sostengo a viva voz que yo fui de los que le vi también la costura en carne y hueso a Papá Noel. Y no fue en ropa interior, ni en mi cuarto. Lo único que reprocho de aquel día fue, que el regalo que me trajo y el cual me ilusionó, se regresó de nuevo con él. Pero a pesar de eso, me brindó uno de los momentos más esplendorosos que yo recuerde en mis años infantiles.

La apacible y refrescante alborada de aquel lejano 25 de diciembre fue adornada por un zumbido de matiz musical vibrante que provenía de afuera. Salté de la cama, todavía somnoliento salí corriendo tras la pista de aquel extraño sonido. En un santiamén abrí la puerta del corral, encontrándome con una verdadera escena fantástica: en medio de la calle, en la misma medida que se desplazaba un trompo gigantesco que levantaba polvo y tierra como un armadillo, giraba una figura rechoncha, bajita y encorvada, dando saltos de mico enjaulado. Aquella especie de danza guajira que ejecutaba sobre los desplazamientos del trompo, era ambientada por un pito que el mismo señor hacía sonar con intervalos acompasados. Como únicos espectadores de aquel espectáculo circense se encontraban mi padre y dos vecinos más que estaban todos sentados en el corredor da la casa. Observaban perplejos y silenciosos, al igual que yo, la actuación de aquel fantasmagórico personaje.

Una vez que se detuvo aquel colosal juguete, con el impulso y la ilusión del niño que anhela tener ese tipo de regalo para su colección, me abalancé sobre él con el propósito de hacerlo mío. Pero no había dado tres pasos, cuando un jalón que le dieron a mi piyama me detuvo. Era una de las manos de mi padre que frenaba mi arrojada pretensión. No hubo regaño, sino que mientras me consolaba, me dijo que revisara debajo de mi cama, que allí debería estar mi regalo del Niño Dios. Fue hasta ese instante que me percaté de la ansiada fecha que se celebraba ese día.

Efectivamente, allí estaba el regalo, pero apenas tuve aliento para contemplar, porque desanimado preferí dar la media vuelta para regresar otra vez en carrera loca hacia la calle en busca del trompo. Pero ya era tarde. El fulanito de tal se había esfumado.

El llanto que había reprimido hacía unos minutos por la frustración de no poder agarrar el trompo, esta vez sí afloró en cascada. Había pedido para aquel año como regalo de Niño Dios un triciclo, y lo que me trajo fue un caballito de palo y un par de calzoncillos a la moda, de estilo rodillero, de los que traían un bolsillito a un lado de la pretina, tipo relojera.

Los resabios y caprichos infantiles se disipan en horas. Pero el poder mágico conque me envolvió de ansiedad el trompo aquella madrugada, se mantuvo latente por meses. Lo confirmé en los días posteriores, cuando silenciosamente lo buscaba como carnada busca la presa.

Encontrándome en ese romántico trance vine a saber que el dueño de aquel juguete maravilloso se llamaba Berrequeque. El eco de ese nombre, al igual que el de su trompo me retumbaría por años.

Mucho tiempo después, cuando ya no quedaba rastro por el uso de aquellos regalos que, en esa ocasión, sin titubear los hubiese cambiado por el trompo de Berrerqueque, descubrí que todo obedeció a un plan bien deliberado. Como yo era un poco lerdo a la hora de hacer mandados, y para colmo, a veces botaba el dinero que me daban para la compra; el caballito de palo me hacía las veces de taxi, ya que al montarlo me obligaba a acelerar la marcha corriendo; y el calzoncillo con relojera no era otra cosa que la caja fuerte para encaletar la plata.

Para cursar el segundo año elemental mis padres me matricularon en la escuela del reconocido pedagogo y exseminarista, Anselmo Castilla. Mi salón de clases era una mediagua sin paredes y techo de palma ubicada en el patio, con vista al taller donde el padre del profesor Anselmo, don Silvano, ejercía su buen oficio de carpintero. Era normal que, en grupo, o de manera individual, nosotros los estudiantes de manera curiosa, en los maratónicos recreos, nos acercáramos hasta allá, solo por lo entretenido que era ver operar el torno. Circunstancia que el suspicaz Donsi no desperdiciaba para utilizarnos al azar como relevos, ante la ausencia del ayudante tornero. Girar con la manivela aquel torno artesanal, era para nosotros, la muchachada, un juego divertido. Mi turno algún día llegaría para accionar ese juguete

No sé si tuvo que ver algo el espíritu de Berrequeque, pero créanme que el día que me tocó darle vueltas el torno, Donsi estaba en pleno proceso de producción una serie de trompos. Quedé sorprendido, al ver el diminuto tamaño que tenían, comparándolos con el imponente tamaño que tenía el de Berrequeque. Le hice ver ingenuamente ese detalle a Donsi. En ese momento no me respondió. Cuando me marchaba, después de haber cumplido mi recreativa labor, me llamó discretamente para regalarme un trompo de aquellos desprovisto de la perilla o corona, que solíamos llamar la “mona”. Al momento de la entrega me dijo sin vacilar:

––Apréndelo a bailar y te crecerá como el de Berrequeque.

Fue el primer trompo que tuve y, por ende, mi primer trabajo remunerado. En menos de una semana la “mona”, tendría un trágico final.

Un día cualquiera sucumbí a la improvisada invitación que me hicieron unos amigos del barrio.  Me convidaron a jugar “La olla”, que era un juego de envite archiconocido por todos los muchachos del pueblo, donde los protagonistas eran los trompos. El perdedor estaba expuesto a arruinar su juguete. Me tocó competir con unos tahúres que tenían caritas inocentes. El error lo comprobaría más tarde. El trompo perdedor, que en este caso fue el mío, se sometió al flagelo de los “quiños”, que era algo así como la guillotina donde debería pasar el trompo que lograban meter en la “olla” de primero. El verdugo esa vez fue un punzón disfrazado de trompo y lo manejaba un infiltrado de otro barrio, más grandecito que nosotros. Bastó un solo “quiño” para que mi “mona” saliera volando en cuatro pedazos. No conforme con eso, el adversario agarró lo que había sobrado y a lo carnicero lo descuartizó, con el pretexto que la apuesta era a 10 quiños y tenía que cumplir con la regla. No le dio chance siquiera al resto de jugadores ganadores, que también reclamaban sus cuotas de “quiños”. Lo único que me quedó  de recuerdo de mi “mona” fue su punta metálica.

Mi memoria tal vez me traicione al recordar la cantidad de veces que me topé con Berrequeque después de aquel 25 de diciembre, pero no las cuatro veces que aún conservo intactas y con lucidez en mi mente. Hoy las reproduzco secuenciadas, como si hubieran sucedido ayer. Y en todas esas ocasiones lo vi, mientras cumplía su función de gala con el trompo.

Montado en el burro que yo llevaba a pastor todos las tardes a la huerta de Don “Mane” Huertas, me detuve en las inmediaciones del barrio El Cascajito para chismosear a ver qué era lo que pasaba en medio de un circulo de muchachos. Me estaba apenas bajando del burro cuando una pelea de perros dispersó aquella multitud. Al primero que reconocí fue a Beerrequeque. Hacía un esfuerzo de beisbolista para evitar que le arruinaran su trompo. Poca fortuna tuvo, porque un tropezón con un desconocido lo hizo caer de nalgas y “patas arriba”. Se levantó adolorido y con algunos raspones, pero logró recuperar ileso su tesoro.

––Que se me quiebre el “ñango” ––dijo, mientras abrazaba al trompo––, pero que no se quiebre mi niño bonito.

En la siguiente cuadra, como si nada, volvió a montar su espectáculo.

La segunda ocasión, fue un día de fiesta nacional. Andaba yo buscando queso en mi caballito de palo por los lados donde quedaba la antigua cárcel Puerto Nuevo, cuando presencié el zafarrancho que tenía formado Berrequeque entre los presos, mientras bailaba su trompo en el corredor de dichas instalaciones. Los internos, en el afán de no perderse cada detalle de show se apiñaron todos en el único barrote donde se podía observar bien hacia la calle; espacio que era insuficiente para que todos tuvieran simultáneamente el mejor plano. Estaban a punto de trenzarse a golpes, cuando la oportuna iniciativa del guardia de turno lo evitó, al repartirlos en turnos, mientras Berrequeque triplicaba su show, más contento que los mismos presos. Estos en agradecimiento les lanzaron unas cuantas monedas.

Otra vez, fue en horario vespertino en la renombrada esquina de los Doria, concretamente en el corredor de Rafael, quien vivía enfrente a la casa de su padre, Carmelo. Allí se llevaban a cabo todos los días unas entretenidas tertulias. El contertulio de postín era el líder conservador, doctor, Juan Benavides, con quien mi padre mantuvo una sólida relación de amistad y de negocios, Muy a menudo, don Juan, con el permiso de mi padre, solicitaba mis servicios para hacerle cualquier tipo de mandado.

En una de esas rutinas andaba, cuando en la mencionaba esquina coincidí con Berrequeque. Yo ya estaba más grandecito y trataba de espantar la timidez. Me le acerqué y le dije que por qué no bailaba el trompo. Miró para el corredor de Rafael Doria y vio que estaba sentado don Juan.

––Te lo bailo si le preguntas a ese señor que está allá de guayabera blanca y espejuelos ––señalaba a don Juan–– que cuándo es que va a dejar el cigarro.

Con tantas ganas de ver bailar su trompo, que no había pena que valiera. Así que fui, y en voz baja le transmití textualmente el mensaje.

––Dile que lo dejo ––respondió don Juan–– el día que me regale su trompo.

Por supuesto, no faltó la sesión de risa. Berrequeque cumplió su promesa, y yo, alegre y contento…

El último de esos memorables encuentros que pude compilar, sucedió como a las 4 pm en la Plaza Bolívar. Venía yo del Colegio Francisco de Paula Santander donde estudiaba el tercer año elemental, cuando frente al kiosco de Anazario (Nazario) vi a dos personas que discutían en voz alta. Era Berrequeque exaltado, reclamándole a un parroquiano adulto por negarse a pagar el valor de una avena, cantidad de dinero que habían acordado por bailar el trompo un par de veces. Varios estudiantes se aglomeraron alrededor de ellos, pero la mayoría para apoyar la demanda de Berrequeque. Sin embargo, el pago fracasó. Anazario, en una actitud más comercial que salomónica, suplantó al deudor, brindándole dos avenas a Berrequeque a cambio de que bailara su trompo una vez más. Era justo, sus ventas se triplicaron al calor de la refriega.

A comienzos de la segunda parte del siglo pasado, coexistieron en San Luis de Sincé, dos figuras representativas que fueron el deleite y el encanto de todos sus habitantes: Homero Zolá y Berrequeque. Personajes con almas juglarescas que no tuvieron contendores para ese entonces como protagonista en el campo de la cultura popular.

 El primero era un fecundo y habilidoso fabulador, el más grande y el más aplaudido de la comarca. Sus fantásticos cuentos, vigentes aún, son la mejor nota jolgórica en los velorios y reuniones familiares. De él, puedo recitar el grueso de su repertorio como cuentero. Pero no tuve la fortuna de conocerlo en persona.

El segundo, Berrequeque, saltó a la gloria del reconocimiento con un exótico trompo artesanal que él mismo diseñó y elaboró. Estaba hecho de totumo disecado, con unos cuatro orificios paralelos entre sí a su alrededor y, dos huecos más en cada extremo, que servía para introducir y sujetar el palo, que iba servir de eje; casi siempre era de rama pulida de la misma mata de totumo. Guardaba alguna semejanza con una maraca.

Para poder bailarlo contaba con otro accesorio complementario. Este era un cuadrado de madera con un mango, tipo raqueta y un hueco redondo en el centro donde descansaba la punta del trompo. Luego, con una pita currican enrollaba de abajo hacia arriba dicho palo, jalaba la cuerda al estilo de cuando alguien intenta prender una planta eléctrica por la polea; y listo, comenzaba el baile. Cada desplazamiento del trompo, Berrequeque le hacía coreografía con algunos movimientos cómicos y teatrales. Al mismo tiempo, sonaba un pito que tenía sujetado en su cuello, para hacerle coro a ese zumbido cavernario, adornando de más colorido su rutinaria actuación. Aquel zumbido se lograba escuchar hasta una cuadra de distancia. Algunos paisanos aseguraban que ese sonido muy peculiar se debía a la cera de abejas con que él recubría los huecos del trompo.

Tuvo otras excelsas y notables facetas que fueron la base para obtener sus medios de subsistencia, pero terminaron opacadas por la fama de su fabuloso juguete. Muy pocos saben que fue muy solicitado como maestro artista con la boñiga, materia prima que utilizaba para repellar las casas de bahareques. Luego que las concluía y las pintaba con cal, por sugerencias de él o a pedido de sus clientes, dibujaba variedades de animales doméstico o salvajes en sus paredes. Como acto ceremonial de bautizo de la obra que acababa de realizar, bailaba el trompo tres veces en el patio de la casa contratada. Esto nunca lo hacía antes de terminarla, lo consideraba de mal agüero.

Lo del trompo de totumo, está muy claro que no fue un invento suyo. Parece que fue influenciado por un modelo proveniente de la comunidad indígena de San Antonio de Palmito, Sucre, municipio en que ancestralmente le han rendido culto a este novedoso juguete de totumo. En la actualidad realizan un festival y concurso dedicado a ese modelo.

En lo que no hay duda fue, que él sí fabricó su exclusiva versión; fue el único trompo que se conoció en Sincé en la época en que vivió; fue quien lo popularizó y quien hizo de aquella creación, su verdadero y venerado evangelio.

Me desgasté buenos ratos, sin éxito, indagando el porqué del remoquete Berrequeque. Lo único que logré fue convencerme de lo que la mayoría de la gente estaba convencida: que ése era su verdadero nombre. En realidad, se llamaba Antonio Romero. Tal vez, ante la existencia en esos tiempos de por lo menos una docena de tocayos suyos en el pueblo con ese mismo nombre y apellido, sus coterráneos no les quedó otra cosa que reconocerlo con dicho apodo.

 Sí de algo yo también estoy convencido, es de la atracción magnética de su juguete y de la resonancia pegajosa de su nombre, que apenas llega la época de navidad, lo primero que evoco con persistente nostalgia son los sentimientos encontrados de aquel 25 de diciembre ––y de eso hace más de seis décadas––, cuando en un segundo salté de la euforia a la amargura, producto de la inspiración de aquel enigmático trompo. Tanto es así que, inconscientemente, todavía voy siguiendo su huella.

 

Alfonso Osorio Simahán

Sobre el autor

Alfonso Osorio Simahán

Alfonso Osorio Simahán

Memorias de Berrequeque

Abogado en ejercicio, profesión que alterna con la de gestor cultural. Folclorista a tiempo completo y compositor de aires autóctonos del Caribe.

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