Opinión
Porque tengo treinta y cinco años
Porque tengo treinta y cinco años, sé que existió un mundo en el que hacer tareas era una aventura.
Para hacer un trabajo era necesario ir a la Biblioteca Luis Ángel Arango. Había que tomar una buseta que se internaba por avenidas mayores y calles menores, cruzando todos los estratos de la geografía bogotana hasta arribar a la calle 19. De allí había que caminar por callejones en los que era inevitable recordar las historias sobre atracos y violaciones. Al final de la travesía se encontraba en la Sala General a los compañeros del colegio arracimados en torno al libro que ofrecía las respuestas al cuestionario, o quien mejor resumía la investigación. Si había suerte, entre el auditorio estaba el amigo que prestaba el cuaderno a cambio de una empanada. En caso contrario tocaba esperar que desocuparan el libro, lo entregaran para reclamar la ficha y hacer el trámite que ellos hicieron horas atrás, pero en la más abyecta soledad.
Porque tengo treinta y cinco años sé que existió un mundo en el que el amor no necesitaba intermediarios electrónicos.
El amor se construía a partir de los trabajos en grupo, de las venturosas visitas a la Luis Ángel y de los escasos recreos. Cuando “la traga” era del dominio público, los implicados, por una conjura del destino, quedaban solos en el último rincón del salón. Uno contra uno. Ella siempre imperturbable. Él hecho un manojo de nervios gracias a que tenía que decir todo lo que guardaba entre pecho y espalda. Ella tenía que ir masticando cada frase, y al final de un plazo no mayor a lo que restaba de la jornada, aceptar o declinar la oferta. Sólo dios sabe qué pasaba por esas cabezas durante las siguientes horas (que imagino eran un infierno de dudas). Al final del día, ella daba el dictamen que era inapelable. Se daban un beso o la espalda por una eternidad que en ningún caso duraba más de un mes.
Porque tengo mis treinta y cinco años, sé que existió un mundo en que era posible esconderse por algunas horas.
Bastaba caminar hasta un parque. Acostarse a contemplar el tránsito de las nubes mientras se sopesaban pensamientos o se rumiaban nostalgias. Sólo se trataba de dejarse llevar por las ideas que peregrinaban a la misma velocidad de las nubes, hasta encallar en una conclusión razonable. Existía la certeza que nadie interrumpiría la contemplación porque no existían los celulares. Más aún, un buen porcentaje de casas no tenían teléfono fijo; así que la mamá ni siquiera podía entregarse a la tarea de llamar a las casas de compañeros de colegio.
Porque tengo treinta y cinco años tengo la certeza que existió un mundo más juguetón, menos amargo, que se fue por las cañerías del progreso…
Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
2 Comentarios
Cuánto se aprendía en las bibliotecas...
Espacio que se ha perdido por cuenta de la internet.
Le puede interesar
Editorial: El Festival Vallenato, entre puente y catapulta…
Cada mes de abril llega con su rumor festivo, la música del Pilón y esos concursos populares de acordeón, que maravillan a toda una ...
La deuda de Valledupar con “El Cacique de la Junta”
Por estos días no se habla de otra cosa, ni hay un programa de televisión con mayor rating en Valledupar y el país, que la telenov...
Llorando mi ausencia sentimental
Allí estaba yo, con la manguera en mi mano, regando el jardín que mi mamá tiene en el patio de su casa cuando entra un mensaje a mi ...
Editorial: ¿Cuál debe ser el Día Nacional del Vallenato?
La música vallenata experimentó estas primeras semanas de diciembre en la Cámara de representantes uno de los debates más vivos del...