Opinión

El cachaco Flórez

Álvaro Enrique Yaguna Nuñez

30/07/2019 - 06:20

 

El cachaco Flórez
Las piedras del río Guatapurí / Foto: Joaquín Ramírez

Si hay algún vocablo con variabilidad de significados y acepciones en este país del Sagrado Corazón de Jesús es el de Cachaco, pasando por servicial, caballeroso, galante, elegante, originario del altiplano, y terminando muchas veces con epítetos peyorativos y malintencionados. Pero realmente en tiempos contemporáneos, de la tecnología avanzada y el empuje económico de los países desarrollados, el término de marras tiende a pasar desapercibido y familiar, que  en el entorno de nuestro caribe mágico, ya lo mencionamos sin prevención y además con cariño y afecto.

Tal situación me pasó alguna vez con Javier Flórez Jaramillo, un cachaco de pura cepa, originario de Chinchina, departamento de Caldas, antiguo compañero de labores en la antigua Corporación Eléctrica de La Costa Atlántica, Corelca; buena gente, gran conversador y de temperamento fácil y corazón bonachón. Era Topógrafo de profesión, inteligente y multifacético que no necesitaba de tablas y maquinas calculadoras para evaluar y tabular carteras de movimientos de tierra, nivelaciones de terrenos, pues todo lo hacía mentalmente. Nunca vi en mi vida a alguien con una capacidad extraordinaria para el manejo de operaciones matemáticas y algoritmos algebraicos en forma mental. Otra capacidad innata de nuestro personaje era su habitual expresión de llamar las cosas con diminutivos, desafortunadamente perdidos en los avatares del modernismo del expresionismo verbal actual.

Cuando tuvimos la oportunidad de ahondar en nuestra relación amistosa, se me reveló como un gran seguidor y afiebrado de nuestra música vallenata auténtica, que en la década de los ochenta, en el paroxismo de la fama, presentaba orondamente a Los Hermanos Zuleta, Jorge Oñate, El Binomio De Oro, Los Betos, Silvio Britto y Diomedes Díaz, entre otros. No escatimaba oportunidad para imponer siempre la conversación perentoria: Los Clásicos Del Vallenato.

Otra de sus debilidades congénitas era su amor profundo por los ríos de la región encantada de la señorial Sierra Nevada de Santa Marta. Alguna vez lo requerí acerca de ese acendrado sentimiento y con mucha espontaneidad respondió: “Lo leí alguna vez en una obra universal: La población quedaba a la orilla de un majestuoso río cuyas aguas diáfanas se precipitaban por un lecho de piedras blancas y pulidas como huevos prehistóricos”. Después de leer ese trozo literario, quedé en mancornado para siempre con esa definición, proponiéndome no morir sin cumplir el sueño de conocer los orígenes y escenarios naturales del río de los vallenatos, causal y motivo de tanta musa, poesía y belleza musical.

En el año 1992, Javier el cachaco Flórez tuvo la oportunidad de asistir por primera y única vez a un evento folclórico de tanta raigambre como el festival vallenato. Se vino desde Barranquilla con 15 días de anticipación, dedicándose a explorar la cuenca media de nuestro Guatapurí. No escatimó momentos para conocer afluentes importantes como el Badillo, El Candela, Chikuinya y el Pontón. En la realización del festival propiamente no descanso, extendiendo su alegría y entusiasmo durante tres días maratónicos de música y alcoholes permitidos. La única sobriedad que tuvo en su corta estadía le permitió recoger piedras redondas del famoso Guata, seleccionadas en el emblemático Pozo de Los Caballos, para mostrárselas a todo el que quisiera, alardeando de haber conocido en profundidad el origen y por qué los vallenatos se preciaban de ser los parranderos más felices del universo, al lado de una música hermosa, inigualable e infinita.

Convencido y satisfecho de haber complacido a un enamorado de estas tierras ubérrimas y exuberantes de riqueza natural, estuve tranquilo hasta un fatídico fin de semana cuando alguien conocido me reportó desde la capital del Atlántico sobre el deceso macabro e irreal del *cachaco* Flórez, asesinado en una trifulca de arrabal, debido a golpes contundentes en su cabeza, dados por las inocentes piedras llevadas desde Valledupar en el último festival. Más que adolorido y triste mi inconformidad me llevó a controvertir un sino azaroso y cruel resaltado por la publicación amarillista: Piedras asesinas del río Guatapurí. No se tomaron el esfuerzo de indagar sobre el origen de tan sugestivo regalo dado por la ensoñadora Valledupar.

 

Álvaro Enrique Yaguna Nuñez

2 Comentarios


Carlos Eliecer Rodríguez 30-07-2019 07:54 AM

Álvaro no te conocía los dotes de escritor. Corto e interesante. Felicitaciones

Atenaida Maestre 03-08-2019 12:26 PM

Me convertiré en una lectora fiel a tus escritos, usualmente se hacen interesante sus contenidos!

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