Opinión

Recordando a Michoacán

Diógenes Armando Pino Ávila

25/11/2022 - 05:05

 

Recordando a Michoacán

 

De niño pasaba los periodos de vacaciones escolares en una hacienda donde mi mamá trabajaba,  era una enorme finca dividida en varias áreas distantes llamadas campamentos, donde vivían y laboraban, vaqueros, jornaleros y campesinos que en labor de aparcería sembraban la tierra y, al uso del Medioevo, los campesinos pagaban al terrateniente la utilización de la tierra, con parte de la producción y, además, con el compromiso de sembrarla después en pasto, y a la cosecha siguiente debía desbrozar otro monte, sembrar su cosecha y, luego, convertirla en potrero con pasto para el ganado, en una sucesión de trabajo semi esclavista que encadenaba a los campesinos de la región.

Mamá trabajaba en el campamento principal, ella proveía de alimentos a vaqueros, tractoristas y jornaleros y, al terminar el mes, presentaba las cuentas en La Mayoría, así llamaban la parte administrativa, aledaña a “La casa de los blancos”, unos lujosos ranchos de techo de palma donde vivían los dueños, unos antioqueños de apellidos Arango e Izasa, parientes entre sí, que se turnaban por periodos en la administración de esa gran hacienda; allí atendían y pagaban las cuentas de los alimentos y luego se les descontaba de la quincena a los trabajadores.

He traído colación esta vivencia para mencionarles que, en esas estadías en Michoacán, situado en ese entonces en jurisdicción de Chiriguaná, así se llamaba la hacienda, ahí me acerqué mucho a la naturaleza, a pesar de ser de un pueblo pequeño, no tenía contacto directo con la natura, pero en esa finca enorme vivía plenamente en ella. Allí iba de sorpresa en sorpresa y descubría asombrado nuevas formas de diversión fuera de lo tradicional, solo utilizando mi observación, por ejemplo, me paraba largo rato al lado de las charcas de los caminos a observar el espectáculo maravilloso de decenas de mariposas amarillas que se paraban a abrevar su sed de las aguas turbias de dichas charcas, eran muchas, oleadas de ellas que levantaban el vuelo por cada animal o persona que pasaba y luego volvían a posarse en sus orillas, era como si del suelo se levantaran un remolino de oro con alas para decirme estoy viva cuídame.

Nacido a orillas de río, pero por las restricciones de mis tías abuelas y mis hermanas mayores, no podía bañarme en él, por lo tanto, no sabía nadar. Allá en Michoacán, me iba a uno de los profundos jagueyes donde saciaba su sed el ganado, en solitario provisto de un madero, me atrevía a atravesarlo y luego aprendí a nadar, mientras descansaba de la pesca con anzuelos que hacía en esas aguas frescas, extrayendo moncholos que mamá preparaba para mí en riquísimos estofados.  En esa hacienda, nos daban a los niños y adolescentes la libertad de estar y disfrutar de la naturaleza, lo único que nos prohibían los dueños era la honda o cauchera, pues estaba vedado cazar pájaros.

En ese deambular, salía acompañado de los perros y exploraba los montes de la hacienda, me introducía por curiosidad a un paraje umbrío de un bosque surcado a lo largo por una húmeda senda de arena por donde discurría un arroyo que se formaba en el invierno, ese paraje le llamaban El Piñal, siempre entraba con mucho miedo, ya que los vaqueros hablaban del rastro que dejaba una inmensa serpiente, mostraban la palma de la mano abierta para dimensionar el ancho del rastro, decían que era una serpiente cascabel, pues el carpintero de la finca, entendido en eso de serpientes decía que, al mirar el rastro, no se notaba el arrastre de la cola y que eso probaba que era una cascabel; con todo el terror del mundo me introducía en ese paraje atraído por el misterio de la serpiente y el canto de las aves.

Me gustaba visitar esos parejes, sobre todo uno llamado El Pozo del Indio, que era una laguna circular de unos 10 metros de diámetro, toda bordeada de piedra gris, no parecía una formación natural, siempre he creído que había sido tallada por el humano, de todas maneras su nombre lo derivaba de una leyenda que he olvidado, sobre un indio que aparecía en los atardeceres bañándose en ella, no sé cuánto tendría de profundidad, pues tuve miedo bañarme allí, ésta quedaba en un campamento llamado La Tribuna.

Me encantaba montar a caballo y acompañar los vaqueros mientras llevaban el ganado de un sitio a otro, me llamaba la atención el vaquero guía, el que iba delante del ganado entonando los cantos de vaquería, me aprendí algunos versos, hasta que un día mamá me escuchó cantándolos y con ceño adusto y mirada severa me dio un regaño enorme pues esos versos que cantaba el guía eran de una procacidad de muellero; hasta ahí llegó mi deseo de ser vaquero.

Nota: Michoacán, como se llamaba la hacienda no la he vuelto a visitar desde el año 68, por tanto, no sé qué ha cambiado o qué ha quedado de ella, solo tengo recuerdos de mi niñez. Un amigo me cuenta que fue invadida y que ahora es propiedad de una multinacional donde van a explotar carbón.

 

Diógenes Armando Pino Ávila

Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila

Diógenes Armando Pino Ávila

Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

@Tagoto

1 Comentarios


Marinez Madrid 25-11-2022 10:58 AM

Que bueno aprender historia de vida real y de mucho agrado , tratándose de sus personajes familiares. Gracias profe leí y Aristides fue recordando también.

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