Literatura

Alicia adorada

Luis Carlos Ramírez Lascarro

11/04/2014 - 11:20

 

Alicia adorada
Juancho Polo Valencia y Alicia Cantillo

 

- Tienes que mirar si es sangre limpia o es sangre con heces. O sólo heces.

Un tipo flaco, de piel trigueña, ojos cafés más bien tristes y ropa andrajosa, buscaba cómo acomodarse sobre el piso de tierra apisonada y encontrarle la parte blanda al pedazo de madera que usaba de almohada. No era una noche más ésta en la que buscaba sin poder hallar el sueño de tres días que llevaba perdidos desde que, llegando a Flores de María, se vino a dar de bruces con el borracho que todas las noches lo visita con su aliento de cigarros viejos, ron clandestino y flores podridas, asegurándole que cuando se había quedado tocando en Pivijay no era sinvergüenciando. Malparidos, se creen que tienen derecho a señalarlo a uno, como si fueran unos santos. Ninguno de esos hijueputas sabe todo lo que yo he sufrido. Leves rumores –como de huesos reacomodándose– en la ramada del cielo decían que iba a pasar algo pero no se sabía claramente qué. Si yo pudiera llevármelo a ese momento, compadre. Si yo pudiera sacarle a ese niñito de las entrañas a mi Alicia, no tendría que haberle enseñado ese canto que a usté lo trajo de tierras tan lejanas como a una marioneta, como a un papelito que el Corcovao envuelve y lo levanta por los aires y lo bate como una hoja seca: me levanto como todos los días a la misma hora, tratando de acallar el vocerío de la gente del pueblo que dice que yo la dejé morir. Me siento aquí, en este mismo taburete en el que me ve, como si fuera una pintura, tomo mi acordioncito y trato de sacarme a ese animal que llevo atorado en la garganta pa´ ver si le logro torcer el pescuezo, pero no se deja el muy malparido. Despierto entre las ruinas que han dejado a su paso todos estos años sin ella, esta guerra con el resto del pueblo y conmigo mismo, buscando demostrarme que eso fue lo mejor que pude haber hecho. Escondido en esta pared, de esta casa abandonada, con frío, sin comida, sin agua, con la garganta seca, ¡Sin ron! Con mi único compañero, mi fusil francotirador, con el que les escupía las verdades cantadas a las gentes, llevaba razones de un pueblo a otro y piropeaba a las mujeres, desde antes de que llegaran los alemanes huyéndole a la guerra… En mi cabeza aun escucho el decir del cura esa tarde en el cerro de San Antonio: Es un día tan común de diciembre éste en que usté se revuelca como un marrano en su propia desgracia, como aquél 29 de mi mala suerte. El tipo se despierta, azorado por los latidos de varios perros que pasan por el alar de la casa, persiguiendo un conejo asustado. Se siente frustrado, malhumorado por todas las horas de sueño perdido y decide devolverse con las manos vacías. Derrotado.

Observo con detenimiento esa mancha parda que contrasta con la pared blanca de la casa de bahareque, curvas que se asoman en la caña brava, congeladas en el tiempo, como estatua viviente, como alma enamorada: Tierna, frágil, a la espera de nada ni nadie en el zaguán sin fin de los recuerdos. Miro a mi alrededor y busco las evidencias de la monumental borrachera que debí darme, busco los rastros esquivos del guayabo inexistente: No me duele la cabeza ni tengo nauseas. ¿Por qué, entonces, esta pesadez en la cabeza, este aturdimiento? Ella siempre en la misma pose, como inmersa en un sueño profundo y sin perturbación alguna… Comienza de nuevo el olor a tabaco barato y a ron tapa `e tusa. Me retraigo como un niñito. No sea pendejo, compadre, yo a usté no le voy a hacer un carajo, ¡jajajaja¡ Me estremezco de miedo escuchando esa risa: ¿Estaba soñando o no? No se ha muerto todavía, no se preocupe. Siéntese y zámpese un trago…

Todas las mañanas, todas las últimas tres mañanas, me despierto una hora más tarde que los gallos. Tocan una melodía muy sentida, quejumbrosa, como un susurro del viento, una melodía que no conozco, pero que entiendo en su nota triste y desgarrada. Cuando me despierto observo la sombra unos minutos para llevarme una imagen clara de ella y luego me alejo de la habitación, pensando que el fantasma voy a terminar siendo yo. Recorro el pasillo hasta la entrada principal, amarro de nuevo la cuerda de la puerta que resguarda la casa y bajo hasta la plaza con la tranquilidad de que todo está en orden, menos el cuento popular de que el fantasma de Juancho Polo la habita. Voy en busca del desayuno con huevos pericos, tinto, tajadas de maduro o yuca y suero: Ese ritual previo al resto del día y que muchas veces se prolonga con una conversación amena al pie de un árbol, frente a la alcaldía. Hoy algo sucedería, tenía ese presentimiento desde el momento en que a la melodía de todos los días la acompañó la letra más triste que he oído en mi vida: Se murió mi compañera que tristeza, Alicia mi compañera qué dolor, Alicia mi compañera qué tristeza, ¡Alicia mi compañera qué dolor! Y solamente a Valencia, ay ombe, el guayabo le dejó…” Allí está la sombra, imponente, altiva, como si estuviera esperándome a que volviera después del desayuno. Me siento en el suelo esperando a ver qué pasa. No puedo esperar mucho, debo regresar: Con el rabo entre las piernas y sin desvirtuar el mito o corroborarlo. De nuevo ese olor recurrente que me habían sugerido revisar si era sangre limpia o sangre con heces. O sólo heces. Siempre aparecía en las madrugadas, luego del canto del primer gallo, alrededor de las tres. Pero no, esta vez tampoco era el mismo olor de todos los días, tenía algo más embrutecedor: Son sudores de monte, como el de la gente que se agolpa en la plaza a vender frutas y carnes y los jornaleros que se refugian en las cantinas y en el prostíbulo a comprar un poco de amor. Un olor a tabaco, boñiga y cagajones de mulo y alcohol barato. Más compasión que amor compran, claro. Y alcohol.  Siempre alcohol.

- Ya me iba.

- Se hubiera ido pa que vea cómo voy y lo busco hasta la Conchinchina y le jalo la pata, ¡carajo!

- Lo borro de la pared con cal viva –dije con miedo, fingiendo valor-.

La sombra revienta en una carcajada estridente que por poco saca de sus quicios las puertas y ventanas de cinc y madera curada.

- Siga creyendo que el golero come alpiste… yo no estoy en esa pared.

- ¿Y entonces?

Sonríe condescendiente y enciende un piel roja.

- Le cuento una vaina…

- Dígame.

- He estado huyéndole a las palabras y frases que me sueltan como puñales, pero ya me cansé de esa maricada… Le voy a regalar mi acordeón.

- ¿El tornillo `e máquina?

- ¿Cuál más ha tenido Valencia?

No podía creer que estaba en presencia de mi sueño, del fin de una leyenda y posiblemente del principio de otra.

- ¿Qué debo hacer?

- Vaya y busque el cementerio, allí busque la tumba más pobrecita de todas, la que no tiene lápida y está junto a la mata de trinitarias blancas… ahí encontrará mi nombre en el cemento. Arranque un manojo de flores, las más lindas…

- ¿Y qué hago entonces?

La sombra se toma su tiempo, aspirando un par de veces el piel roja aromado, regocijada en su aroma.

- Se las lleva a Alicia, compadre. La tumba de ella la encuentra ahí mismo, en el solar que dice en el portillo: “Todas las tierras son benditas” con letras retorcidas, junto al mausoleo de los Polo. Tiene que apartar la maleza y allí estará la lápida en piedra: Alicia Cantillo. Al ladito estarán las tres matas de plátano. No tenía certeza aún si estaba alucinando o si era un sueño, causado por todos los cuentos de los Juanchopolólogos que me había encontrado desde que llegué en busca del acordeón con el que recorrió tantos pueblos, cantando, que era lo que mejor sabía hacer ese hombre sin aspavientos ni pretensiones grandilocuentes.

- ¿Por qué me lo regala?

- Porque me cayó bien.

¿Qué querría decir con eso este fantasma incomprendido que deambula penando los pasillos destartalados de la casa de sus amores de otros tiempos?

- Si yo le enseño a tocar con mi nota, si usté se presenta con mi tornillo ´e máquina y toca mis canciones como yo lo hacía antes de que hubiera radio, camionetas y carreteras asfaltadas, todo el mundo le va a creer lo que yo le voy a encargar.

- Quiere que sea su embajador.

- Quiero que se vaya por el mundo, como yo lo hacía pueblo por pueblo, contando la historia que yo le voy a contar, para ver si al fin descanso y puedo dormir tranquilo con mi Alicia adorada y el pelaito que se le quedó atravesado en la barriga.

Me conozco, no podría decirse que estuviera asustado: Ese no era mi terror más grande, lejos estaba de eso. Tal vez mi reacción podía no ser la adecuada ante las palabras de aquella sombra que ahora se había transfigurado en un cuerpo sin masa que me hablaba de tú a tú, como si hubiéramos jugado bolita uñita o trompo en la infancia o hubiéramos sobrevivido juntos a una de esas parrandas interminables tan famosas como el Old Par y las camionetas 4X4 en las que ahora andan los juglares aún vivos, pero ya no me importaba nada. Era tanto el dolor de esa letra que me había cantado que desarma: El corazón no piensa, compungido y eso no me asustaba. Corrí con fuerza hasta esa calle sin fin bajo el sol ardiente de la media mañana, hasta esa puerta que en ese momento separaba lo que nadie nunca imaginaba ver, hasta ese pasillo interminable entre tumbas de muertos ajenos a mi tierra y a mis muertos: El cuerpo bravo, sin vida, disminuido por los gusanos del tiempo del hombre que en otros años descapotaba montes y mataba zainos con su machete compañero, sus ojos de poeta silvestre perdidos en un mundo de arrepentimientos, su boca que una vez besaran a la musa del más grande lamento de la música de acordeón, gesticulando un perdón tantas veces negado mezquina y furiosamente, las manos que otras veces amansaron mulos y cultivaron canciones, cerradas e impotentes. Seguía ahí, como la última vez que me fui a dormir, desesperanzado, quieto y ya no tan callado. Satisfecho en su silencio misterioso con haberle torcido el cuello al animal que llevaba atorado en la garganta desde que encontró a su Alicia muerta por una pre eclampsia difícil de tratar en aquellos años.  Me recuesto, sin saber qué hacer, al lado de la tumba de Alicia Cantillo, con el acordeón en la mano, desvencijada, remendada con las cosas menos adecuadas del mundo, pero sobreviviente al paso inexorable del tiempo. Vuelven a mi mente las palabras de la sombra antes de perderse para siempre, dando la vuelta a mano izquierda en el bahareque tostado de la casa, al fin descansada, luego de purgar tantos años su culpa y su vergüenza:

- Usted va a contar, pa que todo el mundo lo sepa de una vez por todas y para siempre, que yo me quedé tocando en Pivijay pa´ poder ganarme la plata pa las medicinas de Alicia…

 

Luis Carlos Ramírez Lascarro

Acerca de este relato: “Alicia Dorada” es una ficción del autor Luis Carlos Ramírez Lascarro (1984). Nacido en la población de Guamal (sur del departamento del Magdalena, Colombia), Luis Carlos Ramírez estudia actualmente Ingeniería de Telecomunicaciones en la UNAD y trabaja para una empresa nacional de Telecomunicaciones en la ciudad de Pereira, Risaralda, donde reside desde el mes de Octubre de 2011. Fue finalista de la cuarta versión del concurso Tulio Bayer, Poesía Social sin Banderas. Finalista también del Concurso Internacional de Micro ficción “Garzón Céspedes” 2007, organizado por la CIINOE (Cátedra Iberoamericana Itinerante de Narración Oral Escénica). Es autor del libro: El Guamalero: Textos de un Robavion.

Sobre el autor

Luis Carlos Ramirez Lascarro

Luis Carlos Ramirez Lascarro

A tres tabacos

Guamal, Magdalena, Colombia, 1984. Historiador y Gestor patrimonial, egresado de la Universidad del Magdalena. Autor de los libros: La cumbia en Guamal, Magdalena, en coautoría con David Ramírez (2023); El acordeón de Juancho (2020) y Semana Santa de Guamal, Magdalena, una reseña histórica, en coautoría con Alberto Ávila Bagarozza (2020). Autor de las obras teatrales: Flores de María (2020), montada por el colectivo Maderos Teatro de Valledupar, y Cruselfa (2020), Monólogo coescrito con Luis Mario Jiménez, quien lo representa. Ha participado en las antologías poéticas: Poesía Social sin banderas (2005); Polen para fecundar manantiales (2008); Con otra voz y Poemas inolvidables (2011), Tocando el viento (2012) Antología Nacional de Relata (2013), Contagio poesía (2020) y Quemarlo todo (2021). He participado en las antologías narrativas: Elipsis internacional y Diez años no son tanto (2021). Ha participado en las siguientes revistas de divulgación: Hojalata y María mulata (2020); Heterotopías (2022) y Atarraya cultural (2023). He participado en todos los números de la revista La gota fría: No. 1 (2018), No. 2 (2020), No. 3 (2021), No. 4 (2022) y No. 5 (2023). Ha participado en los siguientes eventos culturales como conferencista invitado: Segundo Simposio literario estudiantil IED NARA (2023), con la ponencia: La literatura como reflejo de la identidad del caribe colombiano; VI Encuentro nacional de investigadores de la música vallenata (2017), con la ponencia: Julio Erazo Cuevas, el Juglar guamalero y Foro Vallenato clásico (2016), en el marco del 49 Festival de la Leyenda vallenata, con la ponencia: Zuletazos clásicos. Ha participado como corrector estilístico y ortotipográfico de los siguientes libros: El vallenato en Bogotá, su redención y popularidad (2021) y Poesía romántica en el canto vallenato: Rosendo Romero Ospino, el poeta del camino (2020), en el cual también participé como prologuista. El artículo El vallenato protesta fue citado en la tesis de maestría en musicología: El vallenato de “protesta”: La obra musical de Máximo Jiménez (2017); Los artículos: Poesía en la música vallenata y Salsa y vallenato fueron citados en el libro: Poesía romántica en el canto vallenato: Rosendo Romero Ospino, el poeta del camino (2020); El artículo La ciencia y el vallenato fue citado en la tesis de maestría en Literatura hispanoamericana y del caribe: Rafael Manjarrez: el vínculo entre la tradición y la modernidad (2021).

@luiskramirezl

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