Literatura

Funeral del Príncipe Baltasar Carlos

Antonio Ureña García

19/04/2018 - 06:40

 

El principe Baltasar Carlos retratado por Velásquez / Obra expuesta en el Museo del Prado

 

En los capítulos anteriores: Carla, Miguel y Lucrecia, tres profesores de Antropología Social y Cultural en las Universidades de Madrid y Córdoba (Argentina), pero, sobre todo, tres amigos que  aprovechan su tiempo libre para disfrutar de los tesoros artísticos de la capital española, intercambian ideas y sensaciones sobre el cuadro los borrachos, el Cristo, ambos de Velázquez, así como la obra de Sorolla. En su visita al Museo del Prado, Miguel se compromete a desvelarles el secreto de “La Dama de la Maliciosa” que se esconde tras de una obra Velazqueña. Desde estas páginas viajamos a los orígenes de ese secreto.

Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Madrid (octubre de 1646, 1)

Las campanas de las dos torres del Monasterio que Felipe II ordenó construir en el pequeño pueblo de El Escorial, en plena sierra madrileña de Guadarrama, no habían dejado de sonar a duelo en toda la noche anunciando la llegada del cortejo fúnebre con los restos del Príncipe Baltasar Carlos, el único hijo varón de Felipe IV, muerto, hacía más de dos semanas, a los 17 años de edad.

Quien fuera trasladado al altar en una cuna de cristal de roca el día de su bautismo como la joya más preciosa del tesoro real, era esperado por la enlutada Corte en la fachada exterior del sobrio edificio, cuya solidez contrastaba con la debilidad de las bases de dinastía de los Austrias al morir el único heredero. Francia no ocultaba sus aspiraciones al trono hispano. Así, y por motivos supuestamente religiosos, la monarquía gala se encontraba en guerra con el Imperio Español y el Sacro Imperio Romano Germánico desde 1616, en la que se conocerá como la Guerra de los 30 años, con intención de mantener la hegemonía en el Viejo Mundo. Si Felipe IV llegara a morir sin descendencia, las posibilidades de ver esa corona sobre una cabeza borbónica, eran prácticamente totales. 

Quien pocos meses antes había sido nombrado heredero del Reino de Aragón y Príncipe de Gerona, con objeto de mostrar el poder de Felipe IV frente a la levantisca Cataluña, era hoy recibido por la Corte en un ataúd. La guerra con este territorio -denominada Guerra dels Segadors- había estallado el día de Corpus Cristi de 1640 cuando grupos de campesinos atacaron Barcelona encabezados por el Obispo de esta ciudad junto con el de Vic y asesinaron al representante del Monarca ante las pretensiones de su Valido, el todo poderoso Conde Duque de Olivares, de realizar una  leva forzosa de más de 5000 soldados catalanes y aumentar la presencia de tropas foráneas al Principado mediterráneo que debían ser alojadas y mantenidas por los ya de por si empobrecidos habitantes de pueblos y aldeas. A este levantamiento continuarán otros que pondrán en entredicho la unidad monárquica: Portugal se levantará también en 1640; habrá sucesivas revueltas en Andalucía en 1641 y en general todo el territorio peninsular se encontrará agitado.

Por si fuera poco, un año después de esta luctuosa fecha, el país viviría la primera de las dos bancarrotas que dibujarán el paisaje de crisis económica propio de los últimos años, menos de cincuenta, de esta dinastía de ínfulas imperiales iniciada por Carlos V. A pesar de la terrible situación, una Monarquía y una Corte cada vez más débiles intentaban mostrar todo su esplendor en numerosos y complejos actos religiosos, similares a los que dieron comienzo en todo el Reino a la noche del 9 de octubre, cuando el joven Príncipe moría de viruela en Zaragoza.

A falta de oro y plata -pues este metal no hacía en territorio hispano más que una simple escala para viajar a Amberes, Milán u otras ciudades europeas con objeto de hacer frente a las deudas contraídas por la monarquía hispana para financiar la aventura imperial–, Corte y Monarquía basaban su prestigio en la cantidad de sirvientes a su cargo. Si bien el pago era muy escaso, en estos tiempos de penuria la seguridad de un plato de comida, un techo y vestido, hacían más que atractivo el trabajo al servicio de un noble.

En un rincón apartado, dedicado a los Funcionarios de Palacio que no ostentaban ningún título nobiliario, se encontraba uno de los Ayudas de Cámara del Rey 2. Sobre él habían hecho correr un bulo insultante para una persona empeñada en demostrar su limpieza de sangre. De él se decía, nada menos, que era pintor; esto es, una persona que trabajaba con sus manos: un plebeyo.

Así, en un rincón de la Herrería se encontraba Diego Velázquez, atormentado y no sólo por la muerte del Infante, a quien conocía bien tanto por su trabajo en antiguo y oscuro Alcázar de Madrid, como sobre todo por haber pasado muchas horas a su lado en el obrador de pintores, en las varias ocasiones en que había tenido ocasión de hacer retratos suyos. El fondo del cuadro en el que fue representado a caballo con las distinciones de General, se aparecía ahora frente a sus ojos. Desde su apartado rincón podía ver esa montaña allí representada. Una montaña, denominada “la Maliciosa” que le traía recuerdos de noches de insomnio y terror tantas veces repetido mientras pintaba al Príncipe y cuyo significado ahora comprendió de golpe.

 

Antonio Ureña 



1Si bien el argumento es una ficción narrativa, las referencias históricas son reales.

2Velázquez, después de varios cargos palaciegos, en 1642 es nombrado Ayuda de Cámara. Para el mismo se requería limpieza de sangre, la cual era incompatible con una actividad manual –considerada “vil” en ese momento– como la pintura. En varias ocasiones el artista se vio obligado a renegar de su oficio de pintor, alegando en varias ocasiones que él solo pintaba “para mayor gloria de Su Majestad”, Felipe IV.

Sobre el autor

Antonio Ureña García

Antonio Ureña García

Contrapunteo cultural

Antonio Ureña García (Madrid, España). Doctor (PHD) en Filosofía y Ciencias de la Educación; Licenciado en Historia y Profesor de Música. Como Investigador en Ciencias Sociales es especialista en Latinoamérica, región donde ha realizado diversos trabajos de investigación así como actividades de Cooperación para el Desarrollo, siendo distinguido por este motivo con la Orden General José Antonio Páez en su Primera Categoría (Venezuela). En su columna “Contrapunteo Cultural” persigue hacer una reflexión sobre la cultura y la sociedad latinoamericanas desde una perspectiva antropológica.

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