Literatura
Ahora solo un cadáver
Esa noche sonaron tres disparos. Recién habÃa arreciado un aguacero ensordecedor; sin embargo, el eco de las detonaciones se alcanzó a oÃr claramente. Mamá y yo nos miramos las caras. —Eso fue cerca— susurró ella. Me abrazó fuertemente y entramos al cuarto. Pasados unos segundos, entró papá emparamado con una bolsa en las manos y cerró tras sà la puerta. —¿Qué fue eso?— le preguntó mamá. —Parece que fueran tiros— le respondió mi padre algo asustado, mientras pasaba al cuarto a cambiarse de ropa. Al poco tiempo los vecinos empezaron a abrir tÃmidamente las puertas. Mamá hizo lo propio, se asomó y decidió salir, papá lo hizo luego. Yo, con apenas 10 años, creÃa estar preparado para ver lo que serÃa mi primer cadáver. Arribé a la esquina, y ya un pequeño grupo de gente habÃa rodeado lo que en ese momento era un muerto. Caminé unos pasos, y me acerqué con un ojo entre cerrado. Alcancé a ver, en medio de un charco de agua teñida de sangre, el cadáver de Rubén, el vecino de al lado, con un ojo destrozado. Al poco rato llegó su mujer, y su hijo y se inició a esa hora de la noche, un llanto desgarrador.
Mamá me tomó de la mano y me hizo entrar a la casa. Desde ese momento, la imagen de Rubén quedó inmersa en mi cabeza: su camisa de cuadros, su jean negro y sus zapatos de charol negro. La cadenita de oro que aun colgaba de su cuello. La posición de la mano sobre la pequeña piedra. Su otra mano sobre el pecho y ese rostro demacrado donde se dibujaba un grito desesperado, agonizante. Y ese ojo entreabierto (que parecÃa mirar el cielo negro que aún expedÃa gotas de lluvias), me seguirÃa mirando con desespero. Mamá observó en mà una evidente preocupación y me pidió que me sentara en uno de los muebles de la sala. Me preguntó qué me pasaba, yo la miré a los ojos y, con un movimiento de cabeza, le dije que nada, que todo estaba bien. Luego, regresé a la terraza de la casa, desde donde podÃa ver a muchos curiosos que se acercaban a observar a los peritos recolectar las evidencias. PodÃa ver claramente el movimiento titilante de la sirena del carro de policÃa. Me pegué a las rejas y desde allà escuché el llanto, ya menguado, de la mujer de Rubén.
Esa noche fue larga. Sobre las 10 de la noche papá me ordenó ir a dormir. Lo miré como suplicándole que me invitara esa noche a dormir a su cuarto, pero ni para qué hacerlo. Ya sabÃa su respuesta. A él nunca le habÃan interesado mis miedos. No le importaba, para nada, el fantasma que con frecuencia me corrÃa las sábanas hasta desnudar mis pÃes. No le preocupaba, tampoco, que la imagen del cuervo que se dibujaba en la pared se moviera de izquierda a derecha sobre todo después de las 11 de la noche. En cambio mi mamá era diferente. Cuando escuchaba que mi respiración se incrementaba saltaba de su cama y llegaba rápidamente hasta mi cuarto a constatar que todo estuviera bien. No se despegaba hasta que yo no me durmiera, aún en contra de la voluntad de mi padre quien argumentaba que estaba haciendo de mà un niño consentido y débil.
Caminé hasta mi cuarto. La lluvia habÃa cesado. La noche se habÃa vuelto silenciosa, y solo podÃa escuchar el ritmo acelerado de mi corazón. Miré el reloj antes de entrar a mi pequeño cuarto: las 10:15. Las luces apagadas de la casa iban reduciendo el espacio que tenÃa para mirar. La orden de mi padre era clara: dormir con las luces apagadas. Cerré los ojos antes de presionar el interruptor. Lo hice. Brinqué hasta mi cama. Me arropé de los pies a la cabeza y allÃ, empezó una noche espantosa. Al rato, sentà que la puerta de la casa se abrió. Me rehusé a abrir los ojos. Luego, escuché claramente que se cerraba de nuevo. Alguien, desde afuera (o adentro), le echaba cerrojo.
Rubén era un buen tipo. Todos en la cuadra sabÃamos que era un aficionado al fútbol y al cigarrillo. Además era común verlo jugar cartas mientras mezclaba sus dos pasiones. Era un hombre amable y cordial, aunque no lo auscultara fácilmente, pues era, al mismo tiempo, callado y tÃmido. SolÃa sentarse a las afueras de su casa una vez llegaba del trabajo. Recuerdo aquella vez que me llamó: —Niño, ven acá un momento. Ve a la tienda y me compras medio paquete de cigarrillos. Toma, estos 10 pesos son para ti— Fui corriendo por la otra cuadra para que mi padre no me viera. Llegué a la tienda y compré los cigarrillos para Rubén y un dulce de bocadillo para mÃ. Se los entregué y quedé contemplándolo un rato. Vi en su rostro una magia extraña, mientras dejaba escapar una bocanada de humo. Por un momento anhelé que fuera mi papá, a diferencia del mÃo, Rubén sà jugaba con los niños y nos permitÃa correr por la terraza de su casa. Mi papá, en cambio, era un tipo rancio e inexpresivo. No habÃa en él un atisbo de cariño o bondad expresos.
Pero últimamente Rubén se notaba extraño. Algo en sus facciones habÃa cambiado. Poco se le veÃa en la puerta de la casa y ya no jugaba carta con los amigos de la cuadra: —una rara enfermedad lo tiene aislado— le dijo papá a mamá una tarde cuando ella le preguntó por Rubén. Papá lo visitaba frecuentemente, pero nunca me permitió que yo lo hiciera. QuerÃa verlo, saludarlo y decirle que por qué ya no sacaba el televisor para ver jugar a su equipo en la terraza. QuerÃa decirle que me mandara a la tienda a comprarle cigarrillos que ya no le iba a cobrar por el mandado. Pero nada, pasó mucho tiempo para poder volverlo a ver.
Una noche antes de que lo mataran lo vi que caminaba por la calle con una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Me fui tras él con la intención de descubrir hacia dónde iba. Quise abordarlo para bombardearlo a preguntas pero decidà seguirlo. La calle estaba sola. Rubén caminó un par de cuadras más hasta meterse en un lote baldÃo donde estaba una casa a medio acabar. Al fondo vi su cigarrillo que semejaba una luciérnaga. Levanté mi cabeza por sobre el espacio reservado para la ventana y pude apreciar que Rubén hablaba con alguien. Al principio no pude reconocer al interlocutor, luego de un rato escuché la voz de papá que le sostenÃa la cabeza a Rubén y le exigÃa que fuera hombre. Le dijo que no se preocupara, que todo iba a salir bien, que el sufrimiento pronto acabarÃa. Rubén le entregó una bolsa a papá quien al recibirla dijo: —listo Rubencho, mañana en la noche hacemos la vuelta—.
Â
Félix Molina-flórez
flex20_06@hotmail.com
Sobre el autor
Félix Molina Flórez
Piedra de sol
Félix Molina Flórez (Valledupar 1986). Docente, promotor de lectura y bibliotecario. Ha publicado algunos textos poéticos, narrativos y ensayísticos. La columna "Piedra de sol" es un espacio donde se abordan temas relacionados con la literatura, la cultura y las artes en general.
0 Comentarios
Le puede interesar
Mis décimas en el Perú
La Universidad Mayor de San Marco de Lima, Perú, a través de la vicerrectorÃa de investigación, realiza el Primer Conversatorio d...
La caverna, de José Saramago
No hay dudas, Saramago en su literatura hace filosofÃa, induciendo al lector a la reflexión más profunda, además del goce estético...
Palabras mayores en la Hora Literaria de Valledupar
La cuarta jornada de la Hora Literaria -denominada "Palabra Mayor"- se desarrolló de manera exitosa con la presencia de los autores He...
Los caminos de la literatura colombiana
 Estudiar la evolución de la literatura colombiana requiere acercarse a ciertas influencias europeas que hoy todavÃa perduran en m...
Lo que no tiene nombre
Como ignorante errante por el mundo, de Piedad Bonnett habÃa escuchado solo el nombre, una que otra referencia de “buena escritoraâ€...