Literatura
Incertidumbre
Empecemos por el final porque la muerte, la terca muerte, no tiene ni pies ni cabeza, no conoce antes ni después, porque sólo hay eternidad en sus recovecos. Y porque el libro que está en mis manos (Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonett), el mismo que leí sin darme la oportunidad de levantarme de la silla ni darle espacio a las deliberaciones, habla de la muerte. Pero no de la muerte que le llega a quien la vida ya no tiene por dónde entrar, sino sobre la muerte de un joven de veintiocho años de edad.
Dije que empezaríamos por el final y leemos en la última página:
“Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de una tumba”.
Se tendría la sensación, entonces, que el libro es el intento de empujar el viento, arañar la piedra, amordazar los dientes que roen el alma y en últimas, y para no dar más largas al asunto, de regalar una migaja de vida a quien ya no la tiene.
Pero es más que eso: también es la reivindicación de quienes sobrellevan la esquizofrenia.
Quienes estamos a este lado, si acaso hay un río o un abismo o una delgada línea que separa a los “sanos” de los “enfermos”, no conocemos las voces que susurran en las madrugadas, la angustia que socava las entrañas de la alegría ni aún podríamos saber cuántas sombras esperan emboscadas en todas las esquinas de su vida. Sólo vemos al muchacho que habla sin parar o a la señorita que guarda un silencio impenetrable.
Evidencia, decimos, que está mal, que hay que encadenarlos a las camas, o si decidimos aprovechar el privilegio de estar en los albores del siglo XXI, prueba que hay que recluirlos detrás de pastillas (no importa si es risperidona, haloperidol, clorpromazina, olanzapina o aripiprazol), y de esa manera sepultarlos detrás la máscara de la sonrisa o, si el caso se pone difícil, que sucede con relativa frecuencia, olvidarlos, renegar de su existencia, alzar la mano contra ellos cada vez que estorbe nuestro paso por las calles.
Así las circunstancias, Daniel, la razón del libro, asistió cada semana del 2006 al 2010 a terapias con el psiquiatra y se ligó a los medicamentos. ¿Qué más podían hacer frente a este drama que es tanto o más trágico que la enfermedad misma? Entonces, sus temores se transformaron en rottweilers que se desdibujan en su perplejidad, que se desvanecían en su intento de escapar de la mordaza, que naufragaban y sangraban en una melancolía que los anula y quienes al final mueren silenciados y atados a su miserable destino (pueden encontrar algunos de sus trabajos en este lugar: http://www.danielsegurabonnett.blogspot.com/).
¿Qué más se puede esperar de un artista que ve restringida su creatividad por aquellas pastillas que “te atontará un poco, sí, y es posible que te den mareos al levantarte. Por eso ve con cuidado. Quizá te sientas lento, lejano, desasido del mundo, indiferente; quizás te dé sed, te ponga a salivar, te vuelva rígido. Tal vez tiembles, tengas tics, dolores en las piernas y en los brazos. O te vuelva impotente. Y eso sí, buena parte del tiempo te sentirás soñoliento”.
Sin embargo, no será suficiente. También tenían que silenciar la sociedad y las leyes que determinan el éxito. Pero la familia no pudo controlar esa variante (¿quién puede someter la voluntad de millones de personas?) y ese muchacho que había logrado regresar a la vida, a la sonrisa y a la amistad, se fue desbarrancando lenta pero irreversiblemente.
En efecto, el 14 de mayo de 2011, agobiado por sus fantasmas, por el temor de seguir fracasando en un mundo de triunfadores, subió a la terraza de un viejo edificio del Upper East Side, tomó impulso y se lanzó al vacío liquidó los demonios engendrados en los recodos de la esquizofrenia y, de paso, los fantasmas derivados de la sociedad, de los complejos, de las culpas impuestas por los índices que señalan, por los gritos que castran, por los esquemas que acorralan…
Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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