Música y folclor
Las riñas de gallo, la otra cara del Festival
En los días del Festival vallenato, el coliseo gallístico se convierte en la capital de las apuestas. Criadores de gallos de todo el país se dan cita en Valledupar para que sus campeones demuestren su fortaleza y se lleven un premio.
En el interior del recinto, el visitante se encuentra de inmediato atrapado por un ambiente alborotado. El olor pesado de las aves se entremezcla con otras fragancias como el tinto o las salchipapas. El barullo de los espectadores rompe con el silencio de la calle oscura que conduce a la entrada.
El coliseo es uno de esos lugares que generan sorpresa. Un lugar cerrado por fuera pero semi-abierto por dentro. El calor se siente hasta los primeros escalones y, luego, desaparece por arte de magia.
Ahí es cuando nos sumergimos en el vasto mundo de la riña gallística. En los asientos, un público exaltado espera la presentación de los gallos. Las conversaciones se hacen en un tono alto y todo invita al espectáculo visual. La arena circular de color verde recuerda los mejores partidos de futbol de la liga inglesa, pero los círculos de asientos nos reenvían a los gladiadores de la época romana.
Todo empieza cuando los asistentes introducen los gallos en las jaulas que yacen en medio del ruedo. Inmediatamente después colocan un cartel en el que aparecen los datos de cada contrincante.
A partir de ese momento, las voces se avivan. Las apuestas vuelan. El primer gallo negro es del Atlántico y el segundo, blanco, de Valledupar. Ambos se parecen por el peso aunque el plumaje les da una diferencia superficial. Son seres parecidos destinados a distinguirse a las malas.
Después de unos leves segundos de espera, los asistentes sacan a los animales de la jaula. Los acercan sin soltarlos para exacerbar su agresividad y, cuando ya consideran que el clima es lo suficientemente hostil, se retiran y dejan el campo libre para que se enfrenten.
La pelea no se hace esperar. El negro ataca el blanco con un picotazo y unas garras punzantes (armadas de unas espuelas para que las heridas sean más profundas). El blanco sigue a continuación con la misma intensidad.
Empieza entonces un festival de ataques. Cada garra, cada picotazo, va acompañado de un clamor del público. En el fondo se oyen gritos exaltados. “¡Eso!”, “Atácalo”, “Mátalo”. Las consignas son claras: el público desea la muerte de uno de los dos adversarios y sólo puede haber un sobreviviente.
Los animales parecen entender las instrucciones. Llevan semanas y meses preparados para morir en esta situación. Por eso no dejan nunca de encarar y atacar al otro, como si la opción de huir no existiera en su vocabulario.
Las embestidas se suceden. El negro ataca al blanco. El blanco al negro y viceversa, hasta que, de repente, el blanco parece haber perdido la noción del espacio. Está totalmente desorientado. Mira en el lugar equivocado y da picotazos en el vacío. Se ha quedado ciego tras el ataque precedente.
De súbito, el público redobla su ardor. Se está acercando la victoria de uno de los dos gallos. El blanco responde con todo el orgullo que encuentra pero el negro tiene una ventaja: la de ver adónde va.
En una serie de asaltos, el gallo negro logra desequilibrar al blanco que, aunque sigue vivo, no da señales de poder enfrentarse con agilidad. En este instante, el dueño del gallo aventajado salta en medio de la arena y alza un puño victorioso.
Su gallo negro está ganando pero no ha vencido. El gallo blanco todavía goza de unos segundos de vida aunque la mitad de los apostantes están deseando su muerte.
Finalmente, todo se resuelve en los siguientes segundos. El gallo negro clava una de sus espuelas en el pulmón del animal ciego y éste cae fulminado en medio de la arena.
Los asistentes retiran a los dos gallos –el muerto y el vivo–, los entregan a sus respectivos dueños, y preparan el ruedo para el próximo asalto.
En el coliseo, ya no se habla de esta riña sino de la que viene y de sus apuestas correspondientes. El tiempo no espera, y menos a un par de gallos.
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