Opinión
Con los ríos crecidos hay que ser prudente
Nadie avizora la edad ni las circunstancias en que puede ser víctima de un fatal accidente; pero esto no exime de actuar con sensatez y prevención para evitar eventuales situaciones de riesgos. El río, el mar y la selva son lugares para la contemplación, pero para el disfrute de sus encantos debemos proceder con respeto, y no precipitarnos a desafiar sus misterios.
El río, belleza liquida de la naturaleza, hay que protegerlo y respetarlo. El río Guatapurí, paisaje refrescante en mansedumbre, catarsis del cuerpo y del espíritu, ritual de magia y de leyenda, musa de cantores, venerado por todos los vallenatos; pero cambia de apariencia en invierno, justo cuando el cielo derrama sus aguas y las lagunas de la Nevada vierten el perfume derretido de granizos; su creciente cruje y los árboles de las riberas se estremecen de miedo; arriba del puente, el sitio más profundo del río, hay remolinos que sorprenden a incautos bañistas que no saben nadar o a los intrépidos que se lanzan desafiando la creciente y pueden terminar atrapados por estas fuerzas desenfrenadas.
El Guatapurí es encantador, afirma el experto nadador Carlos Martínez Pérez, pero nadie debe desafiarlo porque su tranquilidad a veces es traicionera. Dios sabe perdonar, pero la naturaleza es indómita, no atiende suplicas ni ruegos, y de manera inesperada desata fuerzas que mutan en terremotos, vendavales o tsunamis. Un río en invierno es una fiera indomable, y hay que ser prudente.
Decían viejos pescadores: “Nuestro río está encantado, de noche fluye en sus aguas la melodía de la sirena”. Hoy, como testimonio de la leyenda, se observa en el balneario Hurtado el monumento a la sirena; pero en la mitad del río, arriba del puente, hay una gigante roca donde, se dice, reposaba la sirena, y muy cerca un túnel de agua conduce a una cueva adonde son arrastrados los que atrapa el remolino.
Según la mitología de los indígenas arhuacos, la zona del puente hacia arriba es sitio de pagamentos, que ellos siempre han reclamado. Por fuerza de tradición, es un ámbito sagrado que se les debería reconocer a los indígenas, nuestros hermanos mayores, para que sigan haciendo sus rituales. Y nosotros, los hermanitos menores, disfrutemos del puente hacia abajo.
Esta sugerencia pedagógica debería refrendarse con normas legales que establezcan límites de prohibición a los bañistas, con las respectivas señalizaciones visibles, que incluya, por ejemplo, no tirarse del puente. Los padres de familia, los colegios y las autoridades a través de campañas en los medios de comunicación, podrían inculcar en los jóvenes la responsabilidad y la sensatez, a fin de que su fogosidad e intemperancia no sean siempre la luz verde que los induce a actuar sin prevención, desafiando el peligro. La vida es sagrada, y hay que respetar las leyes de la madre naturaleza (Yuluka, dicen los indígenas Koguis).
José Atuesta Mindiola
Sobre el autor
José Atuesta Mindiola
El tinajero
José Atuesta Mindiola (Mariangola, Cesar). Poeta y profesor de biología. Ganó en el año 2003 el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y es autor de libros como “Dulce arena del musengue” (1991), “Estación de los cuerpos” (1996), “Décimas Vallenatas” (2006), “La décima es como el río” (2008) y “Sonetos Vallenatos” (2011).
Su columna “El Tinajero” aborda los capítulos más variados de la actualidad y la cultura del Cesar.
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