Música y folclor
Leandro Díaz y la luz de un compositor único
Si hay una persona que deslumbra por su talento natural y su capacidad de superación es Leandro Díaz. Ante él queda claro que la voluntad puede imponerse a los mayores obstáculos y que creyendo en su camino uno siempre puede avanzar, incluso en la oscuridad.
Sentado al lado de su hijo Ivo –quien se ha convertido en el gran testigo de sus éxitos musicales–, el hombre espera atentamente sus indicaciones para empezar el relato de su vida.
En su respiración y su expresión reflexiva brillan la luz de un artista que goza de la admiración de un pueblo entero y, sin embargo, Leandro Díaz ha pasado por las situaciones más difíciles.
Nacido un 20 de febrero de 1928 en Hatonuevo (la Guajira) –como bien recalca la canción que él mismo compuso–, Leandro conoció una infancia marcada por una ceguera de nacimiento.
“Yo fui creado en una finca llamada Los pajares. Ahí me crié –explica Leandro– y pasé mi niñez dándome golpes con los árboles”.
Los comentarios del artista suscitan sonrisas y compasión. Leandro tiene ese don de contar sus historias con un realismo repleto de humor. Sus vivencias se convierten en anécdotas asombrosas, así como también sucede en muchos relatos de las cercanías de Valledupar.
En la lagunita de la sierra, el gusto por la música le llegó naturalmente. Esa tierra donde proliferan los cantores y donde se cultiva un amor inmenso a los versos fue moldeando sus inquietudes artísticas y profesionales.
“Yo no sé ni cómo hice mi primera canción –comenta Leandro antes de recordar ciertos momentos claves de su juventud–: Una vecina mía cogió rabia porque pensaba que estaba enamorada de su hija de sólo 13 años. Ella [la hija] venía a escucharme cantar y la madre, preocupada por esa muestra de cariño, la regañó. Entonces escribí mis primeros versos sobre la vecina”.
Cuando le preguntan qué fue el resultado de esa primera composición, Leandro responde de manera contundente: “Tuve que irme de la sierra porque los versos fueron demasiado duros”.
A partir de ese momento, el artista se dedicó a una vida musical y andariega. Montado en un burrito al que guiaba con palmaditas, el hombre recorrió gran parte de la región para ofrecer sus canciones a cappella. “Tocaba la cabeza del burro y le decía vamos para tal parte –sostiene Leandro–. Parece que me entendía porque siempre me llevaba al lugar”.
Leandro llegó a Tocaimo luego de que su padre vendiera su casa y se trasladara para encontrarse con dos hermanos. Allí fue donde empezó realmente su vida artística mostrando sus composiciones a los acordeoneros locales. “Con la plata que ganaba ayudaba a mi mamá –expresa Leandro–. Me compré mis primeras camisas. Me di cuenta que podía vivir de la música y, por eso, me puse a componer en firme”.
A continuación, el maestro Díaz formó un trío de guitarras en el que se sintió a gusto hasta que uno de los guitarristas se fue a tocar saxo en una banda de San Diego. Entonces, se juntó con Ildemaro Bolaño para formar un grupo que no duró mucho: “Era demasiado vivo”, explica Leandro con un tono que refleja nobleza y malicia a la vez. Por muy ciego que fuera, no era fácil tumbar al gran Leandro.
Finalmente, conoció a Toño Salas. Con él estuvo cantando durante casi quince años. “Era de muy buen corazón –manifiesta Leandro–. Siempre me daba mis propinas y no se inventaba cuentos”.
Ante el maestro, no puedo evitar de preguntarme cómo un hombre de más de 80 años conserva una memoria tan prodigiosa y cita los nombres de sus numerosos compañeros sin dificultad.
Sentado en la silla, Leandro juega con las manos y manosea el último botón de su guayabera blanca, como si estuviera pensando o cantando en su mente. Esto quizás sea el secreto de su memoria desbordante: la capacidad de transportarse en el recuerdo y hacer que el pasado sea presente.
Johari Gautier Carmona
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