Ocio y sociedad
“Veva” entre rayos y centellas
Este es el Parque de la Iglesia, el otro, el de Las Monjas sobre la carretera a Maicao, entre ellos dos hay cuatro cuadras de distancia si la recorres subiendo, bajando, saltando, brincando, maromeando, por los altos sardineles de desgastados pretiles, sometiendo a riesgo el contenido y el portacomidas que lleva (ardiendo en el fondo, sudando en el centro y bailando arriba la frescura del postre), adentro, el almuerzo pa'l padre Eugenio de Burgos, Elías en su España, párroco en nuestra Villa San Francisco de Asís-La Paz, 1961.
Muy cerca del Parque, siguiendo los pasos de Veva, su sombra corrió agotada al ocultarse el Sol y entró con la noche por el callejón de la Iglesia para ser alcanzada, envuelta por el fuerte viento de una lluvia huracanada, abrí la puerta con la fuerza relativa de un infante y refugié a aquella estampa apoyada en un bastón y con una vasija escarchada de color ya indefinido.
“Entra, Veva. Veva. ¡Conchajón Pegao! Digan, digan. Venían voces de la hamaca grande colgada en el aposento, arrancó entonces Veva a golpear a quien voceaba su apodo. Oye, Veva, no hagas caso, respeta la ira del Señor, tu protector, que no quiere hacerte pasar el huracán afuera, cálmate no le pares bolas a esos pelaos molestosos.
Tenía la diminuta mujer esa figura lograda en el cuadro que se expone 55 años después de aquel ataque natural nocturno que soltó las dosis de miedo, de ruido infernal, dibujando en la atmósfera para el sueño del cuarto diseñadas estelas de luces con rayos y centellas. Fue el destino aliado de su deambular incierto por las empedradas calles del pueblo que la había dejado parqueada titiritando, sí, a ella y a sus humildes trapos cobertores, a unos escasos 30 kilos suyos o mejor de la mermada masa corporal, testigo fiel del desorden vital desquiciado, de un ícono querido pueblerino e irónico divertimiento para los inconscientes niños que divisaban a leguas a la débil anciana, modelo hoy para la imaginación pictórica de Hernán Iguarán.
Veva construía verbos bravos y telares finos al caminar. En la puerta de la casa solariega, donde Domitila Araujo décadas atrás instaló la fábrica de zapatos de cordobán asistida por el arte e ingenio de Agustín Cantillo, oí hablar de ese perfil aguileño, que dice de su belleza cuando niña, que habla de su ancestro noble francés largamente afirmado en cada ocasión de tertulias por la saga Oñate, fundadora de aquel asentamiento pastoril para el ganado vallenato, en el siglo colonial que desconocía la onda neuroléptica musical de su afamada geografía .
A usted, Señor pintor, que pintó a Angelita –angelita morena–, hoy le agradezco retrotraer la figura de ese angelito blanco: Veva, aún bella sin el fondo titilante de luces huracanadas en la transparencia de aquel añorado aposento, refugio errabundo de su bordado lúcido artístico, emergido de su aprendizaje con monjas del colegio fundado por la Legión de la Madre Laura Montoya, Santa antioqueña recién subida a los altares.
Álvaro Calderón Calderón
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