Opinión

Las trenzas de Macabí

Alberto Muñoz Peñaloza

18/10/2016 - 05:30

 

Desde aquel momento mágico en Cartagena, la señora Ebarista fue otra persona. Su transformación emocional partió de la convicción profunda respecto de la importancia de vivir conforme a su dictado interior y por eso se sintió bien consigo misma y la gran dama, que retornaría triunfante a su Valledupar de siempre.

La certeza de los tiempos pinta la grandeza de esta tierra mágica sobreponiéndose siempre a la adversidad y levando anclas subliminales cada vez que la tragedia se ha hecho presente. Desde su época de pueblo la ciudad se contrae ante el dolor y tributa honor a quien honor mereceen la despedida de los mejores.

El hecho es que las hileras de camiones cargados de algodón verticalizaban la carrera novena, desde la calle grande (16) hasta la sede del Instituto de Fomento Algodonero (IFA), en el mismo lugar donde yace el sueño, por ahora cubierto de maleza en maridaje cómplice con las estructura de una nueva galería, del gran Ava Carvajal. Al final de esa década de los sesenta los refrescos Guatapurì del visionario empresario Avelino Romero, permitían dar rienda suelta al auge de las bebidas saborisadas. Y ahí cerquitica los pingüinos, de kola, limón, tamarindo y tamaquita, que conseguíamos glaciarizados en la tienda el matracazo a pocos metros de nuestro querido Ateneo el Rosario.

Al regresar la ilustre guajira evocaba el peto insustituible de la señora Trini Arzuaga y sin remordimiento alguno, las arepas de queso, los chicharrones y las papas saladas de la inconfundible Pepa Baquero. De noche soñaba con las presas de gallina criolla, los bocachicos fritos y el mondongale clásico de la vieja Yoya, frente al mercado público (hoy Galería) sin dejar de lado las arepita e’ queque, merengue, chiricana y dulce, con los fantásticos cukes, de la vieja Elí y sus queridas María Castilla y Lulu.  Cuando el sol se insinuaba, con visos de calor, retrataba el mejor guarapo de todos los tiempos, la espumosa freskola que Rodry hizo famosa frente al teatro San Jorge.

Cada viernes se aprovisionaba de sus guardianas en la salud: pastillas de asa compuesta, el infaltable veramòn, guindas de conmel, botellitas de agua florida de Murray, el chacho de los antibióticos o sea el madribòn, la autèntica pomada llanera, el numotizine para los nacìos, el minevitan para vitaminizar, la sal de Epson, papeletas de magnesia picott y sal de frutas, para su purgamiento y el infaltable almanaque Bristol, en la Gelvis, en la farmacia  Central, de los Serrano o en la Droguerìa Estrella, en cinco esquinas, donde se conseguían, incienso y mirra, genuinos.

Su amado Juliàn seguía en su ley, cerveceaba en el Águila, en el bar Germania o se iba a Las Piedras, sin su consentimiento, pero ella se mantuvo firme en que lo que jamàs le permitiría era que se le diera por ir donde la Chivolo. Si quiere ir al Salivòn, el bar de los indios o al Pullman, se lo aguanto pero que no me deje sin mi tamarindazo ni mucho menos sin la danesa, donde el Paisanito, porque lo escalabro. Es que la señora Ebarista vivía orgullosa de Valledupar y a pesar de haber nacido en Riohacha se enamoró y acogió esta comarca como suya, tanto que emocionada cantaba, sin parar, los versos de Nicolás Maestre:

“(…) A mi madre buena le llevan la rosa que para ella cultivé

Y a mi amor sincero le dicen que espere que pronto regresaré

Y a mi pobre padre que ya cansado toma el arado al salir el sol

Le dicen que espero pagar con triunfo todo el esfuerzo que hizo por mí (…)”

Se habituó al queso de Benito Pantoja, ese “picado” o de hoyitos, melodioso con cada mordisco, porque como bien afirmaba, la comida define la valía de quienes la ingestan, más que de quienes la hacen o la sirven. Porque nada enamora más que el buen gusto gastronómico. Señora chilonga, gritaba en el patio, déjese ver y al otro día repartía por la  cuadra.

Al día siguiente, de su regreso, desempacó el alijo marino que cuidó con tanto esmero durante el viaje. Marinados y sobrepuestos sin rencor, aquellos peces unidos en abrazo sin retorno, cayeron de bruces en la olla y de una, se inició el ritual hasta convertirlos en una especie de ensopado’, picantoso, caliente y con sabor a mar. Fue una jornada que engrandeció la tarde y deparó un mejor semblante colectivo a punta de sabor, ricura y sazón. Acostumbrados al bocachico y a la sardina pica pica, exquisitamos aquella faena culinaria de quien, sabiéndose guajira y creyéndose vallenata, gritó a todo pulmón –Son macabí señores. Atécense mujeres que eso lo que da es hierro. Julián, trague y empiyamese.

Fue mi primera vez con el macabí. No lo he vuelto a ver pero el día que lo prenda, ya veremos.

 

Alberto Muñoz Peñaloza

@albertomunozpen

Sobre el autor

Alberto Muñoz Peñaloza

Alberto Muñoz Peñaloza

Cosas del Valle

Alberto Muñoz Peñaloza (Valledupar). Es periodista y abogado. Desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura de Valledupar y su columna “Cosas del Valle” nos abre una ventana sobre todas esas anécdotas que hacen de Valledupar una ciudad única.

@albertomunozpen

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